04/03/2007, Domingo de la 2ª semana de Cuaresma
Génesis 15, 5-12. 17-18, Sal 26, 1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14, Filipenses 3, 17-4, 1, san Lucas 9, 28b-36

En pleno tiempo Cuaresmal las lecturas de este domingo suponen como un pequeño descanso. Es un remanso que se nos ofrece para animarnos en la subida Cuaresmal. De alguna manera se nos dice que el final ya está cerca y que, por ello, no hay que desfallecer. Lo que Jesús hizo con sus apóstoles lo hace también con nosotros. Cuando subimos una montaña, de vez en cuando, nos gusta pararnos y mirar lo que ya hemos recorrido. También nuestra vista se dirige hacia lo alto para calcular lo que queda. Se descansa un poco, se toman fuerzas pero, sobretodo, se percibe el itinerario realizado y lo que aún nos queda. Al mirar atrás sentimos la alegría de lo recorrido. Al contemplar la cima que debemos atacar nos persuadimos de que aún no está hecho todo.

Las tres lecturas tienen una misma enseñanza: invitan a la esperanza. Dios muestra a Abrahán las innumerables estrellas y le anuncia que así será su descendencia; san Pablo nos recuerda que somos ciudadanos del cielo y Jesús se transfigura ante sus apóstoles para anticiparles la resurrección.

Desde el Antiguo Testamento la estructura de la Alianza que Dios establece con su pueblo guarda una estructura semejante. Dios hace una promesa y suele mostrar un signo. Al mismo tiempo establece un mandato. Porque nos fiamos de Dios, y sus signos nos sirve de garantía, es como una confirmación de su palabra, nos sentimos más dispuestos a ejecutar lo que nos pide que, en definitiva, no es más que caminar en su presencia.

Meditando estas lecturas caigo en la cuenta de que en nuestra vida, individual y comunitaria, hay muchos remansos como el de la transfiguración. Las almas reciben consuelos y los que trabajan en el apostolado pueden, de vez en cuando, saborear los resultados de su entrega. Bien digerido todo ello nos impulsa a seguir adelante. No se pueden hacer cabañas estables cuando se está de camino. Por eso hay que bajar del monte y volver al trabajo. En este caso se nos invita a no abandonar las prácticas cuaresmales.

Si pensamos en el antiguo Israel y en su travesía hacia la Tierra Prometida, que es imagen de nuestra Cuaresma, nos damos cuenta de que la penitencia, la soledad para buscar a Dios y el despojarnos de nosotros mismos y de lo que nos impide la santidad, es fatigoso y no está exento de muchas tentaciones. Quizás una de los aspectos más pedagógicos de la Cuaresma sea su duración. Una espera prolongada, lo mismo que un ejercicio que se alarga en el tiempo, indica fidelidad y es señal de verdadera esperanza. Hay personas capaces de un gran sacrificio un día. Esporádicamente podemos quedarnos sin comer o hacer una gran limosna. Pero perseverar cada día en un propósito, que además es respuesta a una llamada a la conversión, resulta mucho más complicado. El Señor lo sabe y no deja de otorgarnos pequeños consuelos para que no desfallezcamos. Hay que saber reconocerlos. Son como esos momentos de avituallamiento que vemos en las vueltas ciclistas. Pequeños oasis en el desierto. Dios también lo quiere así porque no es un camino que nosotros hacemos solos sino que, en todo, vamos con Él.