22/03/2007, Jueves de la 4ª semana de Cuaresma.
Éxodo 32, 7-14, Sal 105, 19-20. 21-22. 23 , san Juan 5, 31-47

Me he acordado de Clint Eastwood… «En la línea de fuego». Su lealtad como escolta le lleva a parar con su cuerpo la bala dirigida al Presidente. Lo he recordado al contemplar la intercesión de Moisés. Cuando los hebreos se postran ante un ídolo, Dios se dispone a aniquilarlos. Con más estilo que Eastwood, y jugándose mucho más, Moisés se interpone entre Dios y los israelitas: «Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo»… En su insistencia, dirá: «con todo si te dignas perdonar su pecado… Y si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex 32, 32). Es un maravilloso chantaje con el que Moisés salva a su pueblo, según el plan del propio Dios, que dotó a su siervo con el amor que frenara su ira. Moisés no podía presentar un recurso, alegando méritos que borraran las culpas. Por eso se la juega, y lo confía todo a una baza: sabiendo que Dios le ama, y que será incapaz de perderle, se interpone y desafía al «Amigo»: «Si acabas con ellos, acaba también conmigo, si te atreves»… Y Dios, que en secreto sonreía, se rindió al chantaje. Moisés paró algo más que una bala. Lo que Moisés tenía, lo que tenía de verdad… preguntádselo a F. Trillo. Pero la justicia debía cumplirse, y el pago tan solo se aplazó.

Ya he dicho en otra ocasión que, si Dios me condenara, tendría que aceptar la sentencia enrojecido y bajar al Infierno por mi propio pie. Cuando pequé, sabía que pecaba, y las consecuencias las conocía. Me cansa ese estúpido discurso sobre si somos unos pobrecillos, unas víctimas, y unos huerfanitos errados que no tenemos culpa de nada. Allá cada cual; de mí sé decir que soy culpable, y lo digo con enorme tristeza pero con igual convencimiento. Y seré un necio si confío mi salvación a mis méritos.

Aunque entregara mil vidas, jamás repararía uno solo de mis pecados. Más necio seré si me busco un Eastwood que me pare una bala, porque la vida temporal la voy a perder, y no tengo por qué llevarme a nadie por delante. Pero, si miro a Moisés, mis ojos encuentran el Calvario. Ya no es el «amigo», sino el Hijo quien, incomprensiblemente enamorado de este pecador, se interpone entre la ira de Dios y yo, y lanza su divino reto: «Padre, si éste se pierde, me pierdo yo con él»… Es como para estremecerse. Porque la deuda que estaba pendiente desde Moisés, comenzó, al fin, a saldarse. La ira de Dios se descargó, y toda ella fue a parar al Cuerpo y al Corazón de su Hijo, quien «soportó el castigo que nos trae la paz» (Is 53, 5). Y fueron aquel Cuerpo destrozado y aquel Corazón abierto en canal la ofrenda que reparara mis pecados… Y se hizo justicia, y manó misericordia y perdón en abundancia infinita. Y lloró María, y fue otra vez Madre, pero madre mía. Es una locura, un disparate, una maravilla. ¡Corre, que tenemos mucha suerte! Mira que si, llegando al Calvario, no cogemos la mano de Jesús subiendo con Él al Madero, de nada nos servirá su entrega, y el propio Moisés será nuestro fiscal. Pero, peor aún… seremos unos ingratos con quien tanto nos ha amado. Ni Eastwood, ni Moisés… ¡Cristo!