30/03/2007, Viernes de la 5ª semana de Cuaresma.
Jeremías 20,10-13, Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 5-6. 7, san Juan 10,31-42

Resulta ridículo el modo en que solemos disfrazar nuestros pecados con nombres de virtudes. Por ejemplo: llega uno y te dice: «verá, es que yo soy muy sincero, y eso no le gusta a la gente»; pero lo que en realidad quiere decirte es que, cuando se enfada, vomita por la boca todos los sapos y culebras que anidan en su corazón recalentado por la ira… ¡Hombre, eso no es ser sincero! Ser sincero es decir la verdad, y, cuando una persona está ofuscada por la indignación, las verdades que salen de su boca hay que buscarlas con un cedazo finísimo. Quien así obra dice lo que siente, pero no la verdad. Y decir lo que se siente no es sinceridad; decir lo que se siente es, en muchos casos, una impertinencia de tomo y lomo. El hombre sincero sabe callar lo que siente para dejar que prime la verdad.

Con todo, a las personas que se enfadan y empiezan a «largar» hay que grabarles en cinta magnetofónica. Porque, pasado el enfado, quizá recubran su postura con argumentos más «razonables»; pero ello será fruto de una lucubración hecha en frío, y no de un noble afán de alcanzar la verdad. Por eso, cuando mantienen con serenidad lo que defendían violentamente, y emplean argumentos «de sentido común», hay que reproducirles la cinta grabada e increparles mansamente: «mira, no te engañes; lo que tú estás defendiendo es esto: (cinta)».

Las acusaciones «jurídicamente fundadas» de desorden público, incitación a la rebelión fiscal, y blasfemias contra el Templo con que se «decoró» la causa de Jesús de Nazareth en el transcurso de un juicio amañado no me valen nada frente a las palabras que hoy nos brinda el evangelio, y que fueron dichas «en caliente», con las manos llenas de piedras y los labios rebosantes de odio: «No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo hombre, te haces Dios». Esto es lo que verdaderamente hacía «insoportable» la presencia de Jesús entre los hombres: que reclamaba para Sí el puesto de Dios… Y esto es mucho reclamar; eso no se lo damos a nadie.

Porque tener un Cristo que decora un dormitorio es bonito; tenerlo en una peana, y pedirle cosas, es práctico; llevarlo colgado del cuello puede ser estético; tenerlo recluido en los momentos de oración, es tranquilizante; tenerlo preso en la Iglesia, en el Sagrario, o en el confesonario, es hasta reparador… Pero dejarle ser lo que es, dejarle ser Dios, dejar que tome posesión de nuestra vida, de cada segundo y de cada respiración, de cada rincón de la existencia, hasta de los más íntimos… ¡Eso es demasiado! Ese papel -el de Dios- lo reservo para mí: yo decido sobre mi vida, yo elijo lo que le doy a Dios, yo marco los tiempos, yo coloco el Crucifijo donde quiero… ¿Comprendes ahora por qué murió Cristo? ¿Comprendes ahora que hemos sido nosotros quienes le crucificamos? ¿Comprendes ahora que el dejar que Jesús sea Dios no es llevar colgado un Crucifijo sino, como María, ser todo tú Crucifijo?