03/04/2007, Martes Santo- Semana Santa
Isaías 49, 1-6, Sal 70. 1-2. 3-4a. 5-6ab. 15 y 17, san Juan 13, 21-33. 36-38

Cuando leo el texto de la última cena una palabra me viene a la cabeza: intimidad. El Señor abre su corazón a los discípulos, que se enteran más bien de poco, y les va revelando el misterio del amor de Dios, que poco después sería despreciado por los hombres colgado en una cruz. Abrir el corazón necesita de intimidad. No son ciertas esas “confesiones” ante una cámara, a millones de espectadores, de los programas de color de rosa. Abrir el corazón se hace con los amigos, con los que queremos, con aquellos a los que damos permiso para pasearse por nuestro interior, a descubrir nuestras preocupaciones más profundas, nuestros anhelos y nuestras esperanzas. El corazón no es un centro comercial, donde se deje entrar a cualquiera a toquetear todos los productos y a regatear con los sentimientos.

“Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar. Los discípulos se miraron unos a otros perplejos, por no saber de quién lo decía.” En el campo de batalla lo normal es encontrarse con el enemigo, con el espía, con el traidor, pero no esperamos que comparta nuestro pan, nuestra conversación y nuestras preocupaciones, que sea uno al que llamamos amigo. Sin embargo es desde ese círculo de amistad con el Señor desde donde se fragua la traición, por eso es más doloroso. Si la guardia del templo hubiera entrado derribando las puertas, deteniendo a los apóstoles y encadenando a Jesús hubiéramos pensado que se veía venir. Pero es desde dentro, el que había asistido a los milagros, el que había escuchado las confidencias y las enseñanzas de su maestro, el que había sido llamado por su nombre para formar el grupo de los apóstoles el que traiciona al que todo lo había hecho bien.

Así es nuestra vida. No nos extraña que el mundo nos odie, muchos no aceptan el que el hombre sea amado por Dios con tanta pasión, que cada persona sea un tesoro preciado para nuestro creador. Pero muchas veces se repiten las traiciones desde dentro de la Iglesia, desde los que participamos en esa cena del Señor, de los que hemos sido llamados por nuestro nombre el día de nuestro bautismo e incluso a hacer las veces del mismo Cristo mediante la ordenación sacerdotal. Hay tantas deserciones, tanta desafección por el Evangelio (aunque se use como arma arrojadiza), tanta confusión y tanta soberbia, que también nos miramos unos a otros perplejos. Y los enemigos de la Iglesia se ríen de nuestra perplejidad, disfrutan de romper el Cuerpo de Cristo y brindan por los logros conseguidos desmembrando lo que debía ser un solo cuerpo.

En la Pasión no hay intimidad. Se hace escarnio público de las heridas y la desnudez de Cristo, se convierte en espectáculo. Allí han huido casi todos los amigos, sólo la Virgen, San Juan y algunas mujeres se mantienen cerca, los que rodean al Señor son los enemigos o los indiferentes, que a veces son más crueles que los enemigos. Cuando se airean las heridas de la Iglesia, cuando nos convertimos en mesías, cuando queremos mejorar la labor de Espíritu Santo, cuando mostramos nuestras heridas para que no se miren las heridas de Cristo, se acabó la intimidad, hemos salido del cenáculo para hacer nuestro propio evangelio, hemos empezado a anunciar una amarga noticia.

Vamos a pedirle al Señor que a pesar de nuestra debilidad y de nuestra bravuconadas, a pesar de los pesares, jamás abandonemos el cenáculo, que nunca olvidemos quién es quien de verdad nos quiere. Y cuando haya que volver a asistir a la tortura de Cristo lo hagamos junto a nuestra madre la Virgen, con todo el dolor de nuestro corazón y con la firme esperanza de que “ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él.”