09/04/2007, Lunes de la Octava de Pascua
Hechos de los apóstoles 2,14.22-33, Sal 15, 1-2 y 5. 7-8. 9-10. 11, san Mateo 28, 8-15

Poco podía imaginar San Mateo (aunque el Espíritu Santo debía sospecharse algo), que dos mil años después seguirían siendo tan certeras las palabras con las que hoy acaba el Evangelio: “hasta el día de hoy.” Negar la resurrección, encontrar el cadáver de Jesús o suponerle una ancianidad rodeada de nietos en algún país asiático, sigue siendo el esfuerzo de muchos. Incluso algunos quieren reducir a resurrección a un mero hecho espiritual, como si el que Cristo no resucitase fuese compatible con la fe cristiana.

¿Por qué esos esfuerzos? Ya lo decía San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe.” A pesar de los pesares hay quien se aferra a vivir como el hombre viejo, como el que no ha sido redimido y, por lo tanto, no tiene ninguna buena noticia que escuchar. Entonces el pecado es justificable, como no he sido salvado, no puedo sino seguir viviendo en las tinieblas. Sí, tengo un ejemplo moral en Jesucristo, pero me falta la gracia para vivirlo, y como Dios conoce que somos de barro comprende nuestro pecado. Así de sibilina y torcida son esas teorías que niegan la resurrección. Prefieren sacar al demonio de su tumba que ha Cristo.

Pero no se dan cuenta que si niegas la resurrección, niegas al hombre las primeras palabras de Cristo: “Alegraos.” Si Cristo no ha salido de la tumba, Pedro lo más que tendría que anunciar es: “Fastidiaos” (no sé por qué no me funciona bien la “j” en este ordenador). Es más, Pedro no hubiera salido a ningún sitio a anunciar nada. Tal vez hubiera llegado el reino terreno que ellos esperaban y se hubieran retirado con Jesús a Cachemira o a Marbella ¿qué más da?, pero sin complicarse más la existencia, que ya lo habían pasado bastante mal.

Sin embargo confesar la certeza de la resurrección llena el alma (y el cuerpo), de alegría. No es una alegría por un logro nuestro, por nuestra victoria sobre no se sabe qué. Nuestras grandes victorias suelen ser pobres trifulcas de taberna o escaramuzas de bandoleros de la sierra. Nosotros no hemos conseguido nada. Participamos de la victoria de Dios y esa sí que es definitiva. En Jesucristo, en su encarnación, se ha asumido todo nuestro genero humano en el designio especialísimo de Dios y, por eso, su victoria es nuestra victoria. Una victoria radical y definitiva sobre el pecado y sobre la muerte. Y entonces nace la alegría. Es cierto que podremos perder batallas, que a veces nos parezca que el pecado sigue triunfando, pero entonces contemplamos la tumba vacía y descubrimos la victoria de Dios. Entonces, a pesar de nuestra pequeñez y debilidad, avanzamos alegres hacia nuestra meta, no la que nosotros nos hemos marcado, la que Dios, nuestro Padre, ha abierto para nosotros.

“Impresionadas y llenas de alegría” Como las mujeres nosotros seguimos sintiéndonos así: impresionados y tremendamente alegres. La Virgen María esperaría con una sonrisa en sus labios. Ella participaba ya de esa alegría desde la encarnación y por eso entiende la profundidad de nuestra alegría. Celebremos con ella estos días de gozo.