14/04/2007, Sábado de la Octava de Pascua
Hechos de los apóstoles 4, 13-21, Sal 117,1 y 14-15.16-18.19-21 , san Marcos 16, 9-15

Hay que actualizarse. Al menos cuando escribo este comentario (los he adelantado esta semana, si Dios quiere habré estado unos días paseando y rezando por Roma), debajo del comentario aparece como suscribirse a un podcast (que palabreja), que ya ha recorrido su camino por estas páginas. En torno a ese comentario hablado fue surgiendo un grupo de “escritores” de su “guardería” (así lo llamaban), que iban comentando cosas de unos y de otros. Aprovecho para mandarles saludos y desearles lo mejor de parte del comentarista. Un día una comentaba la inquietud que le daba el no poder hacer nada por una mujer que conocía más que de pedir, y se había planteado el poder alojarla en su casa. Cosa muy difícil para una mujer con su familia. Pero el que se lo plantease ya movió en mi la inquietud y, ante el problema de un chaval del barrio en el que vivo, le abrí las puertas de mi casa (¡qué habrá hecho esta semana!), y aquí está. Los curas tenemos esa libertad muchas veces, ya es el cuarto chaval que pasa una temporada acogido en esta que tampoco es mi casa, sino la de la parroquia. El segundo día cometió la torpeza de comprar unos bocadillos de queso que se hacen al microondas (en mi casa hay pocas normas, pero el queso es una degradación de la naturaleza y no entra jamás, lo odio cordialmente). El bocata en cuestión reventó (no sé cómo) dentro del microondas y ahora, un mes después, cuando medio dormido me caliento el vaso de leche en el maldito electrodoméstico, toda la cocina huele a pies de carnero moribundo. Después de este circunloquio (es el quinto comentario que escribo hoy y hay que desahogarse), quiero decir que todo acto tiene sus consecuencias, que no tienen por qué ser negativas ni oler a queso.

Las lecturas de hoy son como un resumen de las lecturas de toda la semana. “Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: – «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.»” “Pedro y Juan replicaron: -«¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? juzgadlo vosotros.” Sólo llevamos unos pocos días celebrando la Pascua, pero o nos hemos decidido ya a ser verdaderamente apóstoles, a anunciar a Jesucristo resucitado en nuestros ambientes, o estamos perdiendo la Pascua. Todo el fuego, las velitas, el pregón, las lecturas, la liturgia bautismal y el canto del aleluya habrán sido una pequeña farsa, aunque no nos demos cuenta. Farsa por nuestra parte, que Cristo sigue resucitado y, a veces, reprochándonos nuestra dureza de corazón y nuestra incredulidad.

¿Cómo vamos a privar a las personas que más queremos de que conozcan que Dios les ama tanto? Tal vez nos juzguen, nos desprecien o nos ignoren, pero eso ¿qué más da?. Ojalá las lecturas de hoy nos despierten de la somnolencia en que caemos los cristianos. Vamos a presumir, de verdad, con hechos y palabras. Vamos a celebrar el día del orgullo del cristiano, que es cada mañana que amanece, cada Eucaristía que se celebra en algún rincón del mundo, cada vez que un pecador se vuelve a reconciliar con Cristo y con la Iglesia en la confesión, cada oportunidad que una viejecita enarbola su rosario y se dirige, en nombre de toda la mandad, a nuestra Madre, cada ocasión en que un joven se da cuenta de que del costado de Cristo brota el amor auténtico y la misericordia omnipotente. Cada día es el día de sentirnos orgullosos de que Dios nos quiera, y un poquito avergonzados de quererle tan poco.

Podemos. Queremos que Dios pueda en nosotros. Dejémosle. María nuestra Madre del cielo se dejó, y vio las maravillas de Dios. Simplemente obedezcamos a Dios. Voy a por las pinzas de la ropa para la nariz y voy a prepararme un café. Felices Pascuas.