15/04/2007, Domingo de la 2ª semana de Pascua
Hechos de los apóstoles 5, 12-16, Sal 117, 2-4. 22-24. 25-27a , Apocalipsis 1, 9-1 la. 12-13. 17-19, San Juan 20, 19-31

Me gusta describir, en este domingo de Resurrección que hoy llega a su fin para prolongarse eternamente, a Jesús resucitado como un manantial. De la llaga de su costado brota un torrente de gracia que recorre el mundo y la Historia empapándolos de misericordia. Cantábamos, durante la vigilia Pascual, el salmo 32: «La misericordia del Señor llena la tierra». Y hoy, al finalizar este primer día de la nueva Creación, contemplamos la misma fuente de la misericordia divina y el cauce querido por el propio Cristo para que en esas aguas se bañen todas las almas.

Nunca, nunca nadie se había atrevido, antes de la llegada a este mundo del Hijo de Dios, a perdonar los pecados. La maldición que pesaba sobre Adán y recaía sobre cada miembro de la familia humana pesaba como una losa terrible sobre todas las almas, y nadie, fuera del propio Dios, tenía fuerzas para levantarla. Consciente de su terrible pecado, el Rey David soñó con que un día pudiese ser perdonado: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado…»(Sal 32, 1). Lo soñó, pero murió sin verlo, y se fue al Infierno, al Seno de Abraham, donde permaneció hasta el Sábado Santo, en que sangre de Cristo lo rescató.

Sin embargo, hoy: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos». Con la ligereza de un soplo, el propio Jesús resucitado y glorioso alumbra un río de misericordia y, consagrando las manos de sus apóstoles, las convierte en cauces de las aguas del Perdón. Las manos del sacerdote son sagradas; son las manos de Cristo. A ellas acuden, a beber, todos los miserables y pecadores necesitados de la Misericordia divina. En ellas se sacian de Vida cuantos están muertos por sus pecados; en ellas se sumergen los cadáveres, y de ellas emergen hijos de Dios, recién nacidos a la gracia por la renovación de su Bautismo. No me explico cómo los sacerdotes podemos con nuestras manos.

No han faltado idiotas que han imaginado un perdón tan estrecho como nuestras miras; un perdón para el hombre «del mando a distancia», para el espiritualista estúpido que cree salvarse con poesías: «yo me confieso con Dios; desde mi interior pido perdón, y recibo la gracia». Pero no quiero hablar de ellos hoy; es un día muy alegre, y los mandos a distancia se los regalaremos a quienes ven el «Gran Hermano» repantingados en su sofá. Cristo no nos ha redimido con un mando a distancia, sino con una Carne entregada. Y es esa misma Carne la que la toca la nuestra cuando las manos del sacerdote se alzan, y nuestros oídos reciben la buena noticia: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». Y la Virgen María, una vez más, deposita en las manos del ministro de su Hijo un beso de perdón que no habrá de agotarse nunca, nunca, nunca.