28/04/2007, Sábado de la 3ª semana de Pascua.
Hechos de los apóstoles 9, 31-42, Sal 115, 12-13. 14-15. 16-17, san Juan 6, 60-69

Muchas veces hemos oído a algún cristiano lamentarse, quizás en broma, de la dureza del cristianismo. Normalmente lo dicen por referencia a la vida moral: perdonar a los enemigos, vivir la castidad… Hoy, sin embargo, escuchamos estas palabras en el evangelio respecto de otro tema. Se sorprendían los judíos de las enseñanzas de Jesús sobre comer su carne y beber su sangre. Ante ese misterio, que aún hoy nos estremece, optan por irse. No entienden lo que el Señor les propone y, en vez de permanecer a su lado, que hubiera sido lo razonable pues han visto un gran milagro, optan por irse.

Si lo pensamos bien la dureza del cristianismo no reside en su exigencia sino en la afirmación de que Dios se ha hecho hombre y está aquí para acompañarnos en la vida. De hecho, si es así, no hay dificultad que no pueda ser superada. Con razón señalaba san Agustín que el hombre nunca es tentado por encima de sus fuerzas. El mismo santo, comentando las tentaciones de Jesús en el desierto nos invitaba a contemplar cómo Jesús había vencido y, de esa manera, nos indicaba, también podemos vencer nosotros. “Todo lo puedo en aquel que me conforta”, dirá san Pablo en la línea de lo apuntado por Agustín.

Cuando todos abandonan a Jesús éste se vuelve a sus apóstoles preguntándoles si también quieren dejarlo. La respuesta de Pedro nos sigue iluminando: “A quién iremos, Tú tienes palabras de vida eterna”. Los apóstoles, que también manifestarán en algún momento las dificultades del mensaje de Cristo, por ejemplo sobre la indisolubilidad matrimonial, se dan cuenta de que en Jesucristo se solucionan todas las objeciones.

Podían marcharse, pero intuían que quien había multiplicado los panes y los peces alimentando a una multitud, podía también tener respuesta a todas las inquietudes del hombre. De esa manera elegían razonablemente. Si a su lado habían visto cosas imposibles e impensables, no cabía duda de que lo mejor era permanecer a su lado. Cierto que no lo veían todo claro, pero sí lo suficiente para saber que alejarse de Jesucristo, sin por otra parte tener a dónde ir, era una temeridad.

Mirar la dificultad de la vida cristiana sin tener en cuenta los medios que el Señor nos da para seguirla es un error. El cristianismo propone la forma más humana de vivir, pero no hay que verla como una exigencia sino como un don. El que nos pide seguirlo, y nos invita a caminar sobre las aguas, lo hace porque antes nos ha comunicado su misma vida. De forma excelente lo hace en el sacramento de la Eucaristía: su carne y su sangre.

De hecho, los santos no sólo han vivido heroicamente las virtudes, sino que han dejado testimonios de obras que van mucho más allá de lo humanamente exigible. Podemos pensar en los mártires y en todos aquellos que se han desgastado en el ejercicio de la caridad. Si les preguntáramos por la dureza de su empeño nos hablarían no de las dificultades sino de la grandeza de su encuentro con Jesucristo. Y seguramente ponderarían la importancia de la comunión en sus vidas. El obstáculo insalvable no está en los preceptos sino en confesar que el pan y el vino ofrecidos sobre el altar se transforman verdaderamente en el cuerpo y la sangre de Jesús.