27/05/2007, Domingo de Pentecostés – Termina el Tiempo Pascual
Hechos de los apóstoles 2, 1-11, Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34 , San Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13, San Juan 20, 19-23

Hace cincuenta días, mi parroquia se llenó de luz. Primero fue una hoguera, un tímido fuego hecho que recibió la solemne bendición del sacerdote. De aquellas llamas tomó su luz el cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado. E, instantes más tarde, cada uno de quienes allí estábamos prendimos nuestras candelas en la luz de aquel cirio…

Éramos muchos, más que ningún otro año, y parecía que la noche se iluminaba. Pero entramos procesionalmente en el templo, y, mientras aquella hoguera primera, abandonada en la puerta, se extinguía, la iglesia se llenó de luz… «Luz de Cristo» – cantaba yo-, y el pueblo respondía, haciendo estremecer con su voz las paredes del templo: «demos gracias a Dios». Aún brillaban las candelas, y cantaba yo el pregón: «alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante»… Y, aunque estaba por reventar de alegría, no podía yo evitar mirar hacia la puerta, y adivinar aquella hoguera primera, aquel fuego solitario, que ya no ardía… «Los ángeles -pensaba, mientras intentaba no perder las notas del pregón- nos estarán mirando desde el cielo. Y, desde el cielo, verán, en medio la noche, tantas lumbreras como iglesias… Mientras el resto del mundo está a oscuras.» Perdido en estos pensamientos, mientras luchaba por no errar las notas, se me ocurrió que aquella ceremonia alcanzaría su punto culminante en el «podéis ir en paz, aleluya, aleluya» con que sería coronada, ya entrada la madrugada. Pensé que, entonces, todas aquellas candelas saldrían encendidas a llenar el mundo, a incendiarlo en una llama de Amor, y no echaría yo de menos la pequeña hoguera. «Te rogamos, Señor, que este cirio, arda sin apagarse…»

Pero, al día siguiente, leí la prensa, y estaba en tinieblas. Encendí el televisor, y sólo vi oscuridad. Salí a la calle, y era como si Cristo siguiera muerto. Dentro de mi parroquia, la luz casi reventaba: más de ochenta niños comulgaron por vez primera, y en sus rostros la alegría hablaba sólo de Dios. Pero, después, veía yo aquellos restaurantes donde celebraban los padres la comunión de sus hijos… Y ya no distinguí la luz. Volví a mi parroquia, y una vela seguía ardiendo ante el Santísimo; muchas personas escuchaban la Palabra y se llenaban de claridad… «Hay luz» -pensé-, «pero está toda aquí dentro»… Se deslizó en mi mente la palabra «cenáculo», y pensé: «Pentecostés».

«En Pentecostés se romperán las puertas del cenáculo, y los apóstoles, hasta entonces temerosos, saldrán a la calle llenando el mundo con el nombre de Jesús».

Es Pentecostés. Unidos a María, como ellos, esperamos la venida del Paráclito. Y, este año, no le pediré que venga a llenarnos de luz, porque luz hay. Le pediré que venga con un hacha, que rompa las puertas del cenáculo, y que mañana, al leer la prensa, me embriague de luz; al ir a la compra, me deslumbre Cristo; al encender el televisor, se ilumine mi casa. Le pediré cristianos valientes, locos de Amor, que no tengan sino un único deseo: que Cristo sea amado en todos los corazones. ¡Ven, Espíritu Santo!