28/05/2007, Lunes de la 8ª semana de Tiempo Ordinario
Eclesiástico 17, 20-28 , Sal 31, 1-2. 5. 6. 7, san Marcos 10, 17-27

La lectura del episodio del joven rico nos deja un sabor agridulce. Es una de esas escenas del evangelio que, de alguna manera. Acaba mal. Y no por culpa de Dios sino nuestra. Jesús le recuerda al joven que debe tomar una decisión, aquella por la que va a confirmar verdaderamente lo que quiere, y el hombre prefiere irse triste.

Al repasar toda la escena quedamos aún más sorprendidos si cabe. Porque aquel hombre había guardado todos los mandamientos desde joven. Era fiel y piadoso. Una de esas personas a las que vale la pena envidiar por la coherencia de su vida. Aún más, si se acerca a Jesús es porque verdaderamente espera alcanzar la vida eterna. Lo que pasa es que él ya la ha tasado de antemano. Unilateralmente ha decidido que sus buenas obras son suficientes para conseguir el cielo. En esa perspectiva la pregunta que planeta es meramente retórica. Pregunta “¿qué he de hacer?” y espera que le digan, “ya has hecho bastante”. Pero Jesús no actúa de esa manera sino que le responde en dos tiempos. Por una parte lo hace ara resaltar el camino que el joven ha recorrido. Deja constancia de la lucha que ha sostenido a favor del bien y no le resta mérito alguno. Pero, el Señor añade otra condición, que es donde se resuelve todo.

Al pedirle que renuncie a sus riquezas Jesús está preguntándole en cuánto valora la vida eterna. El joven ha preguntado “¿Qué haré para heredar la vida eterna?” Y Jesús le responde diciendo: “¿Qué estás tú dispuesto a hacer?” Y ahí es donde el joven es descubierto en su verdad.

A pesar de que el Señor le mira con cariño él prefiere irse con el ceño fruncido y pesaroso. ¡Si supiera que esa mirada de Jesús vale más que todo su obrar moral! ¡Si comprendiera que el amor que Jesús le tiene le basta y sobra para llegar al cielo! Sin embargo, se aleja de aquella mirada y vuelve a la contemplación de sus riquezas. Las prefiere a la vida eterna. Aquel joven no es capaz de ordenar los amores. Quiere tener a Dios sin abandonarse en Él. Quiere vivir eternamente sin dejar de pertenecer a los bienes de la tierra. Ha caminado mucho pero inútilmente. Porque de nada sirve hacerlo todo bien si uno no lo hace con Jesucristo. Es como pretender salvarse sin Él cuando es el único camino por el cual podemos acceder al Padre.

Nuestro amor se manifiesta en lo que estamos dispuestos a arriesgar. El Evangelio de hoy nos pone ante los ojos la vacuidad de algunos deseos nuestros. Por una parte decimos que queremos ser santos pero, después, en la decisión concreta, elegimos lo contrario. Queremos una santidad sin renuncias ni esfuerzos. Pensamos que el bien que hemos de hacer lo decidimos nosotros y que Dios ha de estar contento con lo que le presentamos. Terrible presunción la nuestra.

Jesús a aquel hombre, como a nosotros, le pidió una cosa simple: “sígueme”. Para ello primero has de desatarte de las riquezas que te atan, que en aquel caso eran dinero y en el nuestro puede ser cualquier otra cosa, pero después sígueme, le dice Jesús. En ese seguimiento habría experimentado, como les sucedió a los apóstoles y a tantos otros, que su vida cambiaba radicalmente y descubriría también que era capaz de obras mayores de las que había hecho hasta entonces. También se daría cuenta de que la vida eterna nos es regalada si de verdad la queremos.