Tobit 11,5-17 , Sal 145, 1-2. 6b-7. 8-9a. 9bc-10, san Marcos 12, 35-37

Hoy escuchamos, en la primera lectura, el final de la historia de Tobías. Es muy edificante el final. Los nuevos esposos vuelven a casa y Tobías, con el hígado del pez que le ha dado Rafael sana la ceguera de su padre. Este acaba alabando a Dios y bendiciendo a su hijo y a su nuera. Es una historia con final feliz. Para nosotros cumple una función importante: nos ayuda a mantener la esperanza y a recordar que toda nuestra vida está en manos de Dios.

Alguno podría objetar que en la vida nos encontramos con muchos dramas familiares que no acaban de esa manera. Todos conocemos casos. Pero la historia de Tobit no hay que leerla como un cúmulo de casualidades que al final acaba bien. Lo que nos enseña es a no dejar de confiar nunca en Dios y a buscar caminar siempre en su presencia. Aunque todos deseamos ver las obras grandes de Dios en esta vida, y que se realicen prodigios, especialmente cuando vivimos dolorosos dramas familiares, lo que más nos ayuda es comprender que a los ojos de Dios todo tiene un sentido.

Muchas veces lo que querríamos para nosotros lo vemos realizados en otros. El mayor bien, que se esconde y del que son figura las realizaciones materiales, es la paz del alma. Hace pocos días viajé a Lourdes con un muchacho que padece una cojera desde su nacimiento. En la ida fuimos rezando el rosario. También, al llegar al santuario participamos de las diversas funciones religiosas. El último día de la peregrinación me dijo que le gustaría bañarse en las piscinas. Después me comentó: “todos estos días, siempre que rezábamos le pedía a la Virgen que me curara la cojera, pero al ir a bañarme le he pedido algo más grande, que me dé el Espíritu Santo”. Y estaba muy feliz por ello. De hecho lo segundo es mucho más grande que lo primero.

En la Biblia encontramos curaciones y milagros de otro tipo que recuerdan los grandes bienes espirituales que el Señor nos regala con su gracia. A través de los primeros caemos en la cuenta de que existen los segundos y de que son esos los que verdaderamente convienen a nuestra alma y deseamos.

Así también caemos en la cuenta de que las realidades visibles son imagen de otras invisibles. En el Evangelio encontramos otro ejemplo al respecto. Jesús lo enseña a propósito del Mesías, que es del linaje de David. Del hecho de que David fue rey, muy importante, algunos judíos esperaban un nuevo rey temporal que los liberara del dominio romano. La realeza de Jesucristo se manifiesta de otra manera. Ciertamente Él es el heredero de la promesa mesiánica hecha a David. Así lo señalan los ángeles tanto a la Virgen María como a san José. Sin embargo la realeza de Jesús es muy superior a la que le correspondería a un simple descendiente legítimo del gran rey David. Es lo que enseña Jesús al mostrar como el mismo rey llamaba Señor al que debía ser descendiente suyo.

Pidámosle a María que nos ayude a no perder la confianza en Dios cuando las cosas nos vayan mal y también a saber agradecerle todos los bienes que recibimos. Que ella aguce nuestra mirada interior para que, a través de las cosas visibles, sepamos levantar nuestra mirada a las eternas.