2Cor 3,15 – 4,1. 3-6; Sal 84; Mt 5, 20-26

«Y si uno llama a su hermano «imbécil», tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama «renegado», merece la condena del fuego.» Cuando éramos niños, a mis hermanos y a mí se nos infundió un sano temor al insulto. Las palabras ofensivas no podían ser pronunciadas en mi casa sin recibir a cambio un severo castigo. Por eso, cuando, entre nosotros, alguno era insultado por su hermano, la venganza, más que en devolver el insulto, consistía en denunciar el delito a la autoridad paterna. Era complicado desvelarlo y evitar pronunciar la palabra prohibida; por eso, apenas musitada la primera sílaba, añadíamos un genérico «… y lo que sigue» perfectamente entendido por nuestro padre. En una ocasión, uno de nosotros llamó «canalla» al otro, y la víctima acudió a mi padre llorando (el dramatismo siempre provocaba un castigo más severo): «papá, mi hermano me ha llamado cana y lo que sigue»… Mi padre se palpó los cabellos, que ya blanqueaban, supongo que intentando encontrar «lo que sigue».

No estoy seguro de que el Juicio Final consista en una escena parecida. Más bien creo que faltamos al respeto al evangelio cuando entresacamos una frase y la leemos aisladamente, sin reparar en el discurso que la hace llegar hasta nosotros. Leamos, al menos, el párrafo desde el principio: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: «No matarás», y el que mate será procesado.» La ley antigua, como nuestras modernas leyes penales, censuraba una conducta; una conducta gravísima, pero una conducta al fin y al cabo. Jesús irá más allá, y situará el punto de referencia dentro del mismo corazón humano, del que nacen todas las obras y al que se deben tantas omisiones: «Todo el que esté peleado con su hermano será procesado». Esto no puede castigarlo ningún código penal, porque no existe autoridad alguna en esta tierra que tenga acceso al corazón del hombre.

Sin embargo Jesús nos anuncia que, en virtud de esta Nueva Ley, seremos juzgados por el bien o el mal que resida en nuestros corazones, aún antes de que ese bien o ese mal se manifiesten en las obras. Aunque quien consiente en odiar a su hermano no lo mate, aunque tan sólo lo insulte, será reprendido con la misma dureza que si hubiera acabado con su vida. No es, por tanto, el insulto lo que provoca la ira de Dios. Hay insultos que nacen del cariño; el mismo Jesús «insultó» amorosísimamente a los suyos en muchas ocasiones llamándoles «incrédulos», «necios», «torpes»… Y a Herodes lo llamó «zorra». Eran -si me permites emplear esta expresión- insultos de madre, lamentos cariñosos y zarandeos tiernísimos destinados a despertar a sus pequeños. Lo que provoca la ira de Dios es ese odio, secreto o manifiesto, que a veces se expresa en un asesinato, y otras en una simple mirada, en una de esas «miradas que matan».

El Corazón de María es un remanso de Espíritu; el él sólo caben los sentimientos de Cristo. Pero temo y a la vez espero que, cuando me reciba en sus brazos, sonriendo me llamará «tonto»… Bueno, «ton»… y lo que sigue.