Ez 34, 11-16; Sal 22; Rom 5, 5b-11; Lc 15, 3-7

En su Majestad, la Omnipotencia divina es el símbolo de toda fuerza. Ante el poder de Dios tiemblan hombres y ángeles; su sola mención hace estremecerse a los montes, y su manifestación postra, rodilla en tierra, cuanto hay en los cielos, en la tierra, y en los abismos. No se puede ver a Dios sin morir -dice la Escritura-, porque la mera cercanía de su poder es fuego abrasador.
En su flaqueza, el corazón humano es el símbolo de toda debilidad. Mirad una espiga, la más pequeña, y observad cómo basta una suave brisa para doblarla. Pues más frágil aún es el corazón del hombre: basta una mirada, una palabra, un pensamiento, para romperlo en pedazos. El corazón humano tiembla ante cualquier sonido, y se deshace en risas o en lágrimas al contacto con la más leve emoción. Si te ganas el corazón de un hombre, lo tienes a él por entero.

Supón ahora la maravilla de un desposorio entre la fuerza y la debilidad; supón que se unieran, para siempre, la Omnipotencia Divina y un Corazón humano: supón a todo un Dios arrodillado, a un Dios que llora, a un Dios que ríe, a un Dios que sufre hasta acabar con el corazón hecho añicos, y que goza hasta las lágrimas con sus seres queridos. Supón que tú pudieras ganarte el Corazón de Dios, supón que ya te lo hubieras ganado y yo viniera hoy a darte una noticia: Jesús de Nazareth, perfecto Dios y perfecto Hombre, te ama, sufre por ti, ríe contigo, llora por ti y te mira con cariño.

Aristóteles llegó hasta donde pudo, a la hora de razonar sobre Dios: describió sus atributos con una precisión y una belleza sublimes. Pero, cuando hubo alcanzado con su razón la última de las perfecciones divinas, concluyó: ese Dios perfecto, que ha creado al Hombre, sin embargo no se interesa por él. No lo necesita para nada.

«Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: » ¡ Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.» No es el Dios de Aristóteles. O, mejor aún, sí lo es, pero algo le ha sucedido: el Dios de Aristóteles se ha vuelto loco de Amor, se ha encarnado en el seno de una Virgen purísima, y voluntariamente se ha sometido a los latidos de un Corazón de hombre: ahora Dios llora y ríe por ti y por mí. Tu Rey es tu Pastor; quien pudiera gobernarte desde el Cielo ha decidido hacerlo desde la Cruz, entregando su Vida por ti…

¡Dios se ha enamorado de ti! Mira a los ojos de María, y dime si el siguiente movimiento no será que tú y yo nos enamoremos ahora de Dios.