Lunes XI del Tiempo Ordinario.
Corintios 6, 1-10 Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4 san Mateo 5, 38-42

Seguimos con el asunto del perdón que comenzamos ayer. Una vez me contaba un amigo que había sido testigo de un hecho que tristemente calificamos de extraordinario. El párroco de un pueblo bastante grande, donde llevaba años ejerciendo su ministerio, llamó a los compañeros de los pueblos vecinos para hacer una celebración de la Penitencia, entre ellos algunos con cargos de responsabilidad en la Curia. Se quedaron extrañados, pues nunca les había llamado para un acto de este tipo, pero allí acudieron. Reunida la comunidad de fieles de esa parroquia, con sus compañeros sacerdotes delante, el párroco dijo algo parecido a esto: “ Sé que durante todos estos años que llevo de párroco entre vosotros he alentado, promovido y practicado la absolución general, pero me he dado cuenta que estaba equivocado. Por eso os pido perdón y he llamado a estos sacerdotes para que, por fin, podáis recibir personalmente la absolución y confesaros de vuestros pecados.” Puede parecer un acto banal, pero reconocer el error (y más en un sacerdote ante sus fieles y compañeros), requiere mucho valor.

Para no poner en ridículo nuestro ministerio, nunca damos a nadie motivo de escándalo; al contrario, continuamente damos prueba de que somos ministros de Dios con lo mucho que pasamos: luchas, infortunios, apuros, golpes, cárceles, motines, fatigas, noches sin dormir y días sin comer; procedemos con limpieza, saber, paciencia y amabilidad, con dones del Espíritu y amor sincero, llevando la palabra de la verdad y la fuerza de Dios. Con la derecha y con la izquierda empuñamos las armas de la justicia, a través de honra y afrenta, de mala y buena fama. Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los penados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobretones que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen.” He querido poner casi entero el texto de San Pablo pues vale la pena meditarlo. Los sacerdotes, y cualquier cristiano, no somos los puros, los que nunca nos equivocamos y estamos por encima del bien y del mal. Nos equivocamos, y mucho. Pero también creo que una vez que comprendemos la grandeza del ministerio recibido y de la misericordia de Dios que derrochamos a manos llenas no nos debe importar rectificar. He conocido curas mujeriegos, borrachos, malhablados, que normalmente están pasando una mala racha. Sus fieles suelen perdonarles y buscar lo mejor de ellos. Lo que no perdonan casi nunca es al cura soberbio, como se comprende poco al cristiano soberbio, que habla a los demás desde su pedestal. Por eso me dan tanto miedo los “curas famosos,” tienen que pedir perdón a mucha más gente y eso aumenta en progresión matemática la vergüenza, aunque nunca es mayor que la gracia de Dios, que no puede caer en saco roto.

Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario…” Para muchos este es el Evangelio de “los tontos,” creo que este es el Evangelio de los que se han sabido perdonados, han palpado la misericordia de Dios y nada les puede hacer no perdonar. Si en tu oración de hoy descubres que aún hay algo o a alguien que no puedas perdonar, te recomiendo que cambies el rumbo de tu meditación y presentes ante Dios tu última confesión bien hecha, ahí descubrirás la fuente de la misericordia.

La Virgen sabía perdonar y no echaba en cara a los apóstoles sus olvidos, traiciones y disputas, simplemente los ponía ante la misericordia de su Hijo y todo arreglado. Acudamos con ella a la fuente del perdón.