Gén 18, 1-15; Lc 1; Mt 8, 5-17

A Sara, la mujer de Abrahán, le resulta «tronchante» el anuncio del milagro: «Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo». Su risa no es expresión de dicha, ni explosión de júbilo. Sara, sencillamente, se ha tomado el anuncio «por lo frívolo»: «Cuando ya estoy seca, ¿voy a tener placer, con un marido tan viejo?». Esta mujer ha recibido el privilegio de participar de uno de los momentos más sagrados de la Historia, y lo único que se le ha ocurrido es partirse de risa y hacer un chiste procaz y de mal gusto… Luego, como una niña que se siente descubierta, negará su propia reacción: «No me he reído». Pero sí, se había reído con una risa estúpida, descreída y amarga. Con todo, no carguemos mucho las tintas sobre Sara.

Retrocedamos un capítulo en el libro del Génesis y observemos la reacción de su marido al recibir el mismo anuncio: «Abrahán cayó rostro en tierra y se echó a reír, diciendo en su interior: «¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo?»» (Gén 17, 17). Cuando, al fin, el milagro se cumpla y el niño prometido nazca, sus padres le pondrán por nombre Isaac, que significa: «Dios ríe». Se rió Abrahán, se rió Sara… Y, al final, se rió Dios y ambos callaron. Quien ríe el último ríe mejor.

Hace años conocí a una mujer que era cruelmente maltratada por su marido. Por el bien de sus hijos, y porque su situación económica le impedía el llegar a pensar siquiera en separarse de su cónyuge, decidió no romper la convivencia como quien decide inmolarse y se arroja a un horno de fuego. Yo la reprendí por su falta de esperanza, y la animé a rezar con todas sus fuerzas para obtener la conversión de su marido y el resurgimiento de aquel amor que muchos años atrás les llevó al altar. Ella se rió; se rió muchísimo, a mandíbula batiente: «Padre -me decía-, mejor rezamos por otra cosa. Esto es asunto perdido». Prosiguió acusándome de ingenuidad: «usted es muy joven, y no sabe nada de ciertas cosas. Ilusiónese cuanto quiera, pero esto es asunto perdido. Me es más fácil tomar la decisión de seguir viviendo con mi marido que el imaginarme que las cosas puedan cambiar». Y siguió riéndose sin parar… Volvió a visitarme, y volví a insistir. Volvió a reírse. Pero una visita, y otra, y un Padrenuestro ahora, y otro mañana, y al mes siguiente el Rosario… ¡Si les vierais en la actualidad! Han pasado años, que han sido años de oración; sus hijos se han casado, y ellos son ya dos esposos talluditos y enamorados, que no se separan el uno del otro para nada. Dios, una vez más, se ha reído.

Con todo, sigue sin gustarme esa risa burlona, propia de quien se siente «de vuelta de todo». Prefiero la risa de Dios, que siempre va «de ida» y nunca vuelve sobre sus pasos. Prefiero el júbilo de María, el del Magnificat. Hace años que no paro de reír. Me gusta la risa… La risa de Dios.