Is 66, 10-14c; Sal 65; Gál 8, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20

Junto a la ley de la gravedad y a los desgraciados reglamentos anti-tabaco, una de las leyes más inexorables de este mundo creado es la que dicta que todos los fenómenos terrenos tengan un principio y un fin. Podríamos llamarla la «ley del yogur», porque merced a ella sabemos que, como los «yogures», todo acontecimiento histórico lleva inscrita su fecha de caducidad… Es breve una sonrisa; es fugaz la carcajada; escurridizo el beso; cortas las vacaciones; efímero el placer y siempre huidizo el consuelo… Las malas noticias también caducan. A la muerte de un ser querido sucede el nacimiento de un niño; al anuncio de un fracaso sucede, más tarde o más temprano, la buena nueva de una dicha…

Decimos los castellanos que «no hay mal que cien años dure», y hasta las depresiones tienen su fin… Por todo ello, nuestras alegrías y nuestras tristezas son siempre breves. Mientras su origen se encuentre hincado en tierra, mientras dependan de un «yogur» – por hermoso o terrible que sea-, no hay alegría ni tristeza que dure siempre.

Pero si hubiera una alegría que hundiera sus raíces en lo eterno… Entonces seríamos felices siempre, siempre, siempre… «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». Aunque gozase yo expulsando a los malos espíritus, quizá un día, envanecido con tal poder, pecara de soberbia y fuese poseído por los mismos espíritus que hoy expulso. Pero si, en lugar de alegrarme en los dones de Dios, me alegrara yo en el mismo Dios, que ha inscrito mi nombre en el Cielo por su infinita misericordia, nada ni nadie podrá arrebatarme mi gozo. Porque, aún cuando pecara, al levantar la vista leería otra vez mi nombre en el Libro de la Vida, y, recordando la dicha a que estoy llamado, sería alzado por el júbilo y animado a pedir perdón, sabiendo que lo obtendré… «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo». Mientras todas las cosas de este mundo pasan, el Crucifijo siempre sigue en pie. ¿No deberé yo, entonces, hallar en Él toda mi alegría? Y, en cuanto a las buenas y malas noticias de esta tierra… ¿No deberé llevarlas a la Cruz, para colmarlas de eternidad y de consuelo? ¿Y no seré yo, para el mundo, como quien quiere vivir subido al Leño de la Vida?

Sí. Existe, también, una pena eterna, y esa no se cura con Prozac, porque es el dolor de estar sin Dios. Las penas del Infierno son para siempre, y quien por anticipado decide entregarse a ellas en vida convierte su existencia en un vacío desgarrador. Pero también hay una alegría sin fin, y esa alegría celeste puedo gozarla ya en la tierra, con tal de que el amor convierta en maravillosa la noticia de que Dios es bueno, me ama, y ha muerto por mí.