Gén 32, 22-32; Sal 16; Mt 9, 32-38

Volvamos a los niños; en verano -como en Navidad- están de moda: hace un tiempo presencié un combate de los que ya sólo se ven en el cine: los contendientes acabaron revolcándose en el suelo, el uno contra el otro, más desnudos que vestidos, a juzgar por el estado en que habían quedado sus camisas y pantalones… Se trataba de mi buen amigo Ángel y de su hijo Pablito, de tres años (a quien tuve el honor de apadrinar). El motivo de la pelea era un «Yoco»… Un «Yoco» (ayer lo supe), es una especie de yogur líquido envasado en botella de plástico que, debidamente guardado en la nevera, hace las delicias de los niños acalorados. Cuando Pablito acudió a buscar su «Yoco», descubrió que no estaba allí. Fue entonces cuando papá mostró, mano en alto, el precioso tesoro robado… Y comenzó la terrible pelea. Pablito se abalanzó sobre su padre, papá levantó más la mano, impidiendo a mi ahijado hacerse con el botín. El niño recurrió a las cosquillas, y ambos cayeron al suelo entre risas. ¿Que quién venció? Os lo podéis figurar: Pablito se bebió su «Yoco», y a buen seguro que le supo mejor que nunca, después de precio que hubo pagado por él. ¿Que por qué venció? Está claro: porque a Ángel, ni le gusta el «Yoco», ni tenía ganas de bebérselo; era un juego cuyo ganador se conocía de antemano.

Si habéis leído la primera lectura, supongo que os habéis unido a mi oración. La lucha de Jacob contra Dios no es un combate entre enemigos… ¿Quién podría vencer a Dios si se declara enemigo suyo? Se trata de una pelea cariñosa, como la que ayer mantuvieron Ángel y Pablito; una estratagema de Padre que desea que sus hijos valoren los dones que reciben. La misma pelea la hemos mantenido quienes hemos «arrancado» a Dios una gracia después de mucho orar. No siempre nos otorga Dios cuanto le pedimos tras el primer «Padrenuestro». Muchas veces, después de la primera oración, Dios levanta la mano sonriente: tiene lo que deseamos, y lo tiene para nosotros… Pero quiere que se lo arrebatemos. Y hay que orar por más tiempo, quizá durante días, meses… ¡Años! No lo dudes: si no desfalleces, tendrás finalmente tu «Yoco». Pero recuerda una cosa: Dios no es tu enemigo, sino tu Padre. La batalla de la oración debe ser una batalla alegre y cariñosa, aunque sea dura, porque el Señor sabe, mejor que tú, cuándo debe otorgarte lo que reclamas de Él.

No todos lo entienden. No todos se dan cuenta, mirando al Crucifijo, de que se trata de la misma lucha: Jesús de Nazareth arrebatando a su Padre, en presencia de María, la salvación del género humano. Nos cuesta entender que, entre tanta sangre, tanto dolor y tantas lágrimas, podamos hablar de un «cariñoso combate»… Pero lo es, porque se juega en el terreno de la eternidad tanto como en el de la Historia; y, desde allí, desde el Cielo, esa sangre es el mismo tesoro con que Jesús nos ha redimido. La sangre, tras aquella maravillosa y dramática lid, está llena de cariño.