Prov 2, 1-9; Sal 33; Mt 19, 27-29

Terminaba el siglo V, y un joven de 15 años abandonaba Roma bien entrada la noche. Tras remontar, gracias a un estrecho sendero, una vaguada poblada por zarzas, se detuvo y contempló de nuevo las luces de aquella ciudad a la que había jurado no regresar jamás.
Hacía apenas un año, él, un adolescente de «las afueras» (nacido en Nursia, cerca de los montes Sabinos), había hecho su entrada en la capital dispuesto a estudiar jurisprudencia y a convertirse en una «persona importante»… Pero, a esas edades, un año puede valer por diez, por veinte… ¡Qué sabría él! Tiempo suficiente para dejar atrás su adolescencia, para hundirse en el desengaño, y para llenar el alma como jamás hubiera soñado con ilusiones inesperadas. Roma no era lo que pensaba, y sólo un ingenuo o un frívolo podría identificarla con el paraíso de que le habían hablado. Aquella ciudad apestaba a pecado y a muerte; las risas de sus hombres tenían que ver tanto con la felicidad como sus orgías con el amor. Pero, a la vez que las puertas de la Urbe se cerraban a sus sueños, un horizonte insospechado se había abierto ante sus ojos: abandonaría cuanto poseía, abrazaría el celibato y la pobreza, y marcharía a lugares despoblados para quemar su existencia en la alabanza del Dios bueno. Aquella noche, Dios le otorgó un signo claro de que había llegado la hora.

Entonces… ¿Qué lo retenía? ¿Por qué estaba clavado allí, tras el zarzal, con la mirada fija en las luces? Inútil engañarse. Buscaba el palacio del que había salido, la luz más refulgente de cuantas gritaban su pecado a las tinieblas… Buscaba a Juliana. Había sido allí, entre sus brazos, en medio de aquella fiesta, cuando en lugar de sentir consuelo había sentido asco. Tras desvelarle sus nuevas ilusiones, ella había reído a carcajadas, lo había tomado por un soñador imberbe, y lo había vuelto a abrazar entre risas y besos de vino. Él se desembarazó de ella y, sin dudarlo, abandonó el palacio… «¡Ya volverás!»- gritaba Juliana-. «¡No podrás estar ni un día sin mí!». Apenas media hora después, los ojos de Benito se llenaban de lágrimas buscando entre las luces sus cadenas.

«¿Tiemblas, cuerpo? Más temblarías si supieras dónde te llevo». Es como si Turenne, al tomar la pluma, hubiera pensado en Getsemaní… O en Benito. Aquel joven que se estremecía en medio de la noche contemplando la Roma iluminada se desnudó; levantó la vista, buscando más allá de las estrellas, y de un salto se arrojó, tal cual estaba, al zarzal que se extendía bajo sus pies. Salió de allí ensangrentado, pero, al volver a vestirse, ya no miró atrás. Por delante estaba Europa, el Císter, y los comienzos de una cultura a la que debemos la fe quienes hoy nos llamamos «occidentales». Los hijos de Benito enseñaron a orar a nuestros padres, y quiera Dios, por la intercesión del santo de Nursia y de la Santísima Virgen María, que las futuras generaciones reciban, de nuestras manos, la misma antorcha que comenzó a arder una noche, hace quince siglos, en las afueras de Roma, junto a un zarzal.