Hoy empezamos la lectura de la historia de Moisés, que después será la de la liberación de Israel. El libro del Éxodo, antes de explicarnos la gran acción de Dios a favor de su pueblo nos relata el origen de Moisés. Como indica su nombre fue “salvado de las aguas”. También el pueblo de Israel saldría de la esclavitud gracias al milagro del Mar Rojo, cuando las aguas se separaron milagrosamente permitiendo que el pueblo pasara a pie enjuto y anegando, sin embargo, al ejército del faraón.

Pero lo más interesante es ver cómo si Moisés fue después el liberador de Israel, antes él tuvo que ser salvado. La Providencia dispuso una manera que se nos antoja irónica. Fue la misma hija del faraón quien, conmovido por su ternura y hermosura, lo rescató de entre los juncos. Antes su madre, que no podía soportar el matarlo, lo había depositado cuidadosamente en una cesta y dejado a la deriva de las aguas. Esa cesta nos recuerda el Arca de Noé, y podemos interpretarla como signo de la iglesia y aún del bautismo. Lo más importante, sin embargo, es que Dios ordenó los acontecimientos de manera que Moisés no pereciera. Con su providencia lo cuidó.

Más adelante Dios llamará al mismo Moisés para que, voluntariamente, colabore en la obra salvadora de Dios. Si entonces el Señor le señala que ha oído los lamentos de su pueblo y ha visto la opresión que padecía, Moisés pudo pensar también que el fue salvado porque Dios oyó sus llantos y se apiadó de su vida. Lo salvó, y lo condujo a través de esa azarosa vida, porque quería que fuera instrumento de su obra salvífica. Fue salvado para que salvara a otros.

En esta bella historia se nos relata lo que Dios hace muchas veces con nosotros. Hay un momento en que os pide algo, que quizás nos parece difícil y hasta desproporcionado (así reacciona Moisés ante la zarza como leeremos mañana), pero es que Dios nos ha ido preparando desde antiguo. Nos hace colaboradores de su obra porque antes se ha apiadado de nosotros.

Moisés había de salvar a muchos. Antes él fue uno de los pocos que pudo liberarse del terrible decreto del faraón que había decretado la muerte de todos los varones israelitas. No fue un azar. Sobre él recaerá una misión. Su mismo nombre ya es portador de un designio. Ha sido salvado y ha de comunicar a otros su salvación. Es este también el misterio de la vida cristiana.

Hoy se nos invita a agradecer todo lo que hemos recibido y a sentirnos responsables de las gracias que Dios nos ha dado. Como contrapunto, en el Evangelio Jesús lamenta la dureza de Betsaida y de Corazaín, que no supieron valorar ni agradecer la misericordia de Dios para con ellas. De ahí que no quieran convertirse.