Éx 33, 7-11. 34, 5b-9. 28; Sal 102; Mt 13, 36-43

«Castiga la culpa de los padres en los hijos.» El viernes pasado escuchamos en la primera lectura algo parecido: «castigo el pecado de los padres en los hijos». A la salida de misa un hombre se dirigió a mí: «¿No cree que la Biblia está mal traducida?». Yo, que tras dos semanas en Galicia algo he aprendido de los gallegos, contesté: «depende».

No contento con mi respuesta (que tampoco quería contentarle) me dijo: «¿Cómo se puede decir hoy día que Dios castiga el pecado de los padres en los hijos? Deberían poner la Biblia en un lenguaje que podamos entender»… Aquel hombre no quería otra traducción, sino otra Biblia.
Los hebreos nunca dudaron que el sufrimiento fuera un castigo de Dios a causa del pecado. Nada tiene ello que ver con esa forma burda de entender las realidades sagradas, según la cual Dios apalearía a sus hijos con padecimientos. Semejante concepción roza la blasfemia. El padre de todo dolor es el Diablo, a quien el Hombre se entregó desde el primer pecado. El triunfo de Yahweh consiste en haber arrebatado su obra al Enemigo, y haberla aprovechado, en forma de castigo, para nuestra salvación. Al igual que esas grandes centrales eléctricas convierten en luz la energía del agua, Dios, burlando al Maligno, ha recogido en la Cruz todo sufrimiento humano y lo ha transformado en una fuerza redentora poderosísima. Me resulta mucho más consolador, cuando sufro, escuchar que estoy ante un castigo amoroso de mi Padre Dios, que pensar que me hallo a merced de las fuerzas destructoras de Satanás con la impotencia con que una pluma es arrastrada por el viento.

En cuanto a la afirmación, «castigo el pecado de los padres en los hijos», no me escandaliza en absoluto. Partiendo del concepto hebreo del «clan» y dirigiendo los ojos en un vuelo hacia la Cruz, la expresión resulta enormemente consoladora. Para el judío primitivo, la culpa tiene un carácter físico, y se transmite, como una mancha de nacimiento, de padres a hijos. Al igual que asumimos hoy que un heredero debe pagar las deudas que deja un difunto, entendían ellos que los hijos cargaran con las culpas de sus padres; nada más natural para aquellos judíos que aún no habían conocido a Montesquieu. Dios se sirve de aquella concepción para ir mucho más allá: habrá un Hijo, el «Hijo del Hombre», que saldará definitivamente la terrible deuda que, a causa del pecado, la Humanidad ha contraído con Dios: Él (recordará Isaías en el canto del Siervo), soportará el castigo que nuestros pecados merecieron, y con ello nos obtendrá el perdón. El plan redentor brotado de las entrañas de misericordia de Dios pasaba por que un Hijo de Adán cargara voluntariamente con las culpas de sus padres. Tal es el significado de esa frase tan repetida en el Antiguo Testamento, que escandaliza a tantos «intelectuales» y llena de gozo a quien, unido a María, no aparta su mirada de la Cruz y descubre el Amor en cada Palabra revelada. No necesitamos una traducción «a medida»; necesitamos un Espíritu conforme con el de Dios.