Domingo XIX del tiempo ordinario

Escribo este comentario la noche del 9 de agosto. He dado una vuelta rápida a los principales periódicos españoles en Internet y sólo uno habla del encuentro de unos 5.000 jóvenes madrileños con el Santo Padre esa mañana. Sí, es importante que tres jóvenes de raza blanca comprasen un televisor con una tarjeta de un ciudadano de raza negra, ¿pero para aparecer en primera plana y callar otras noticias? No debe extrañarnos, el bien –sobre todo si lo promueve la Iglesia Católica-, es bueno ocultarlo y que no exista. El problema de mucha parte de la sociedad de hoy no es que no tenga ideales, es que se le ofrecen patrañas por ideales, como ha dicho el Papa a los jóvenes de Madrid “ocurre también hoy, cuando a vuestro alrededor veis a muchos que lo han olvidado o que se desentienden de Él, cegados por tantos sueños pasajeros que prometen mucho pero que dejan el corazón vacío.”

“Donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón.” Acabo de volver de un campamento con cuarenta chicos y chicas, más de trece con quince años cumplidos. He hablado con ellos, los he confesado, los he visto vivir el día a día y, en la mayoría, no es que sigan un tesoro equivocado, es que no hay tesoro y no ponen el corazón en nada. Y el corazón (el espiritual, no el carnal), por falta de uso, se atrofia, y deja de saber lo que quiere. Tal vez sea esa la tragedia más grande nuestro tiempo, hemos enseñado a no querer. Cuando ves las noticias en la tele se te cae el alma a los pies, leer un periódico (excepto los deportivos, que te hablan de algunos que nunca serás tú), te desesperas. El bien es silenciado, los ideales capitidisminuidos, la vida se convierte en algo chato, sin sentido, amorfo, desagradable. No se pone el corazón en nada, nos acercamos a la vida con la premisa del desencanto y, nuestra frase final es “ya lo sabía yo.” El problema no es de los jóvenes, es de los que quieren hundirlos, que somos los mayores, y no confiamos en ellos. El Papa sí. Tal vez queramos dejarlos con el corazón vacío para que no nos digan que hemos malgastado la vida pensando en nosotros mismos (y para muchos padres han querido hacer su “otro yo” en sus hijos), y que hemos derrochado la vida. Tal vez nos de miedo que no lo digan, pero tienen derecho a hacerlo y a nosotros (aunque yo todavía me considero algo joven), nos hará mucho bien, pues nunca es tarde para cambiar.

“Los hijos piadosos de un pueblo justo ofrecían sacrificios a escondidas y, de común acuerdo, se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serian solidarios en los peligros y en los bienes; y empezaron a entonar los himnos tradicionales.” Tal vez sea el momento de repetir a los jóvenes el grito de Juan Pablo II: ¡No tengáis miedo!. Valéis la pena, vuestras ilusiones, esperanzas, anhelos e inquietudes no pueden verse ahogadas por el desencanto de los mayores. Cada día veo a mis feligreses que asisten a la Santa Misa sin pasión, deseando salir, con cara de no tener nada que aprender ese día, como si Cristo no tuviera que decir nada hoy, como si la fe estuviese agonizante. Pero “La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve.” Y es propio de la juventud andar con seguridad, sin los pasos renqueantes de un anciano que teme que le fallen las piernas. Ojalá los jóvenes cristianos de hoy puedan andar con seguridad, sin presunción y con humildad, pero con la seguridad de los que saben que el Señor volverá, que está aquí, en cada Sagrario, en cada alma en gracia, que tienen un tesoro que ni los ladrones (de noticias), ni las polillas (del desánimo) pueden destruir.

Sólo un periódico publica la noticia, sólo un informativo ha dado cuenta de ello. Espero que cinco mil gargantas en Madrid puedan decir como les ha dicho el Papa: “Como jóvenes, estáis por decidir vuestro futuro. Hacedlo a la luz de Cristo, preguntadle ¿qué quieres de mi? y seguid la senda que Él os indique con generosidad y confianza, sabiendo que, como bautizados, todos sin distinción estamos llamados a la santidad y a ser miembros vivos de la Iglesia en cualquier forma de vida que nos corresponda.” Y junto con María, nuestra Madre del cielo, de la que nunca sale una palabra de desaliento o de desánimo, podamos decir, jóvenes y mayores, “se puede,” aunque sólo uno nos lo diga.