Deut. 31, 1-8 Salmo Dt 32, 3-4a. 7. 8. 9 y 12 Mat. 18, 1-5. 10. 12-14

Después de trece días con cuarenta niños de colonias de verano, a uno le dan ganas de no volver a ver a nadie de menos de 65 años durante unos meses. Es una especie de ley de Murphy: donde hay peligro de caerse, donde hay piedra que tirar, donde hay algo que se pueda romper; ahí hay un niño. Y como eso del respeto era para antes, cuando les llamas la atención te contestan: “¿Qué pasa?” (Ellos lo dicen con “k,” es decir, “kpasssa?,” pero suena igual). Sin embargo, cuando te da la tentación de tratarlos como adultos, es decir, casi como a personas, te das cuenta que son críos, que necesitan de alguien mayor a su lado, que les organice un poco la vida y ante quien se sientan seguros.

Después Moisés llamó a Josué, y le dijo en presencia de todo Israel: -«Sé fuerte y valiente, porque tú has de introducir a este pueblo en la tierra que el Señor, tu Dios, prometió dar a tus padres; y tú les repartirás la heredad. El Señor avanzará ante ti. Él estará contigo; no te dejará ni te abandonará. No temas ni te acobardes.»” Siempre me ha asombrado la serenidad que describe el escritor sagrado en la persona de Moisés. Después de más de cuarenta años aguantando a un pueblo inaguantable, él no entraría en la tierra prometida a Abraham, Isaac y Jacob, pero parece que eso le da igual. Moisés ya ha cumplido su misión y ha aprendido que lo importante es hacer lo que Dios quiere en cada momento, sin esperar el premio. Por eso las dificultades ya no le asustan, no busca la recompensa y “que le dejen en paz,” sino cumplir la voluntad de Dios, y él se sabía especialmente acompañado por su Señor, con el que hablaba cara a cara. Por eso puede decir a Josué que sea fuerte y valiente, sin miedo a las dificultades, aunque la tierra prometida estuviese habitada por feroces guerreros pues el Señor “no te dejará ni te abandonará.” No es que Josué fuese mejor estadista que Moisés, o un guerrero más valioso que el resto del pueblo, es que si está con Dios no tiene nada que temer.

Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” La infancia espiritual, de la que tanto nos enseñó Santa Teresita de Jesús, significa que volvamos a ser como los niños ante su padre Dios. Sabe bien el Señor que donde haya posibilidad de peligro, que donde podamos darnos el trastazo, allí estaremos. Pero si sabemos que nuestro Padre está a nuestro lado no temeremos nada. Por eso podemos ser fuertes y valientes, no porque seamos los mejores y más fuertes, sino porque tenemos al lado a Dios y a sus ángeles. ¿No has sentido nunca esa paternidad de Dios?. Seguro que sí, cuando has visto en algún peligro tu cuerpo o tu alma y te ha salido del fondo del corazón un “Gracias a Dios,” ahí estás reconociendo esa presencia de Dios en tu vida. Pero además, siendo niño delante de Dios, seremos capaces de las mayores locuras y de las mayores temeridades. Esas que, nuestra temerosa mentalidad de adultos, nos impiden realizar, pero que en los momentos de oración, de agradable charla ante nuestro Papá del cielo, parecen perfectamente realizables. Como niños propondremos confesarse a aquel que hace tanto tiempo que no lo hace, nos santiguaremos al salir de casa sin miedo a que nos miren y daremos forma a aquella empresa de caridad que nos lleva rondando tiempo el corazón, pero para la que siempre encontrábamos dificultades.

Si escuchas con atención a la Virgen seguro que te está llamando: “Niño, mi niño pequeño.” No queramos hacernos adultos delante del cielo y seamos fuertes y valientes, como los niños.