1Tes 4, 9-11; Sal 97; Mt 25, 14-30

La parábola me asombra, y a la vez me hace estremecer. Me asombra porque en ella no aparecen los «malos»: se trata de una parábola para «buenos». Alguien dijo, alguna vez (no sé quién ni cuándo) que los buenos iban al cielo, y los malos al infierno. Ese tal debería haberse mordido la lengua antes de hablar, porque a muchos aún los tiene engañados tan simplona doctrina. Nada más lejano al evangelio, donde muchos «buenos» se condenan y muchos «malos» suben al Paraíso en un vuelo. En la parábola que hoy meditamos, el «malo» sería quien hubiera tirado al mar su talento, quien lo hubiera vendido para lucrarse con el precio… Ese tal no aparece hoy. Paradójicamente, hará su aparición en la parábola del hijo pródigo, y en ella, sin embargo, se salva.

Mientras tanto, hoy vemos condenarse a uno de los «buenos»: llegado al final de su vida, ha mantenido la fe, y se presenta ante Dios con su talento intacto.

Ha cruzado la línea de su vida con la preocupación de no perder la fe… Pero le ha servido de bien poco. No dudo en identificar a los otros dos personajes de la parábola con los mártires. Los mártires vivieron su fe como la aventura de un riesgo infinito.
Hasta tal punto pusieron su vida entera en juego, que bien podría decirse que, si Dios no existe, el mártir es un gran perdedor. Pero, al mismo tiempo, la vida y la muerte del mártir son el supremo testimonio de que Cristo vive: ¿de dónde si no semejante fuerza? ¿de dónde ese valor y esa fe? Allá donde la sangre de un mártir ha regado la tierra, han surgido infinidad de cristianos: tal es el efecto multiplicador del martirio, tal es la «inversión» que su vida supone: «Eres un empleado fiel y cumplidor».

El «bueno» condenado no ha querido arriesgar: «lo importante es salvar mi alma», parece pensar. Si le preguntas por los demás, te contestará: «los demás, que me respeten, como yo los respeto a ellos». No hace falta seguir: quienes leéis habitualmente esta página ya habréis identificado a nuestro personaje. Es un «santo de salón», un cristiano burgués. Ha elegido una fe con «airbag», y no está dispuesto a arriesgar. Cuando acude a su trabajo o sale con sus amigos, guarda su religión en secreto. El domingo va a misa, pero si alguien le pregunta «¿dónde vas?», contestará: «voy a dar un paseo»… «debías haber puesto mi dinero en el banco». Si, al menos, hubieras sacado la fe del pañuelo, si te hubieras dado a conocer, tu testimonio habría movido a alguien, y Dios hubiera recogido intereses del talento que te dio. Pero fuiste tan… «bueno», tan «modosito», que no mereces estar entre los hombres de fuego, entre los enamorados que se abrasaron, entre los aventureros de Dios.

No sé cuántos talentos tengo: pero quisiera hoy vaciar mis bolsillos en las manos de María, y convertirla en mi «broker» particular: que Ella los suba a la Cruz, que los invierta en gracia, que los lance sin miedo al Fuego del Amor: ¿por qué no darlo todo por perdido, para que al final todo y todos sean ganados?