Col 1, 9-14; Sal 97; Lc 5, 1-11

««Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.»»… Fue necesaria aquella noche de pesca inútil; fueron necesarios el fracaso y el cansancio del pescador. Sólo así quedó patente que aquella pesca no fue obra de las redes, sino de la Palabra; no fue el fruto de la pericia, sino de la obediencia. La pesca milagrosa es una lección magistral: cuando todos los medios humanos han fracasado, la obediencia se revela como la única fuerza eficaz para redimir al mundo.

El Demonio, que regenta en la tierra una taberna de borrachos, juega muy bien con la prosperidad. A quienes no narcotiza con el placer, los embriaga de éxito. Confiados en sus fuerzas, creerán haber encontrado el secreto del triunfo, y en su ebriedad apenas se darán cuenta de que se han subido a un pedestal y se han rodeado de una corte de prosélitos. En un mundo de triunfadores, la palabra «obediencia» suena mal. El hombre se considera realizado cuando llega a esa posición de poder en la que ya no obedece a nadie y es obedecido por todos. Aún en nuestra Iglesia, que está compuesta de pecadores y no es impermeable a estos vientos del mundo, apenas se encuentran cristianos que se sometan a un director espiritual. Mientras tanto, se mide la calidad del apostolado y la santidad del apóstol en números enteros: tantas conversiones, tantos jóvenes en la parroquia, tantos fieles en la misa dominical…

Te diré una cosa: en los años que estuve en la parroquia anterior, hubo un día (¡uno sólo!) en que he visto nuestro templo lleno hasta reventar: la gente no cabía ni siquiera de pie, y muchos se agolpaban en el atrio y llegaban hasta la calle. Fue el día en que, en el presbiterio, en lugar de D. Manuel o yo, se sentaron Roberto Fresnedoso y Santi Denia, dos jugadores del Atlético de Madrid, para responder a las preguntas de los aficionados de nuestro barrio. No se hizo ni una sola genuflexión… A la misa que celebro cada día a las siete de la mañana acuden, a lo sumo, veinte personas.

Quizá un día, en el cielo, se acerque a ti un chinito de ojos… ¿de qué color son los ojos de los chinos? ¡Bueno, del que sean! Se acercará y te dirá: «¡Glacias, honolable señol!». Tú, que no le habías visto nunca, le preguntarás por qué, y él te responderá: «polque aquel día que usted lezó el losalio pala obedecel a su confesol, yo, que me estaba muliendo, lecibí una glacia especial y leconocí a Jesuclisto como Salvadol, le pedí peldón de mis pecados, y escapé del Infiellllllno». Y, después, un australiano por el día en que comenzaste la oración a tu hora, y un filipino por aquella vez que te levantaste de la cama a la hora en punto y lo ofreciste como sacrificio… Y, así, millares y millares. Pero no estoy seguro de que se te acerque nadie a darte las gracias por haber tocado el bombo. No, no brillarán entonces tus redes; ésas ya se habrán podrido. Brillará la obediencia: «Aquí está la Esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra».