Ayer celebrábamos la Exaltación de la Santa cruz y hoy la Virgen de los Dolores. Con toda razón van unidas estas celebraciones, porque al pie de la cruz, como nos lo relata san Juan, estaba la Madre. Se nos escapa hasta qué punto su corazón fue convulsionado por el dolor aunque nos podemos hacer una idea atendiendo a la profecía del anciano Simeón: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”.

Oscar Wilde, desde su experiencia en la prisión, escribió que no deberíamos temer que se nos partiera el corazón; que lo verdaderamente peligroso es que este se endureciera, se volviera de piedra. Un corazón roto, no lo digo según el sentimentalismo de nuestra época, es aquel que ha conocido el amor hasta el límite y por fidelidad a él ha llegado a reventar. La delgada línea que une amor y sufrimiento se ha ido haciendo cada vez más gruesa y hoy parece posible, y hasta se exige, poder amar y ser amado sin que ello conlleve ninguna renuncia, ningún esfuerzo, ausencia total de sufrimiento. El amor horneado según esos parámetros es mantecoso y se funde a la primera contrariedad. Sólo tiene de amor el modelo que atisba desde lejos pero al que no se atreve a acercarse.

María sufre viendo sufrir al que más ama. Y ama que su Hijo sufra porque ama aquello por lo que su Hijo está clavado en la cruz. Se ha unido a la entrega de su Hijo, y por eso permanece firme en el lugar que todos han abandonado. Virgen poderosa en el dolor que no ha querido ahorrarse ni una gota, ni un segundo, de la pasión de su Hijo. Quería estar con Él, hasta el fin. Acompañándolo con la verdadera compasión que era hacerse uno con Él en el sacrificio. La ternura de María resulta incomprensible para los blandengues de este siglo. Por eso se dice que lo que Jesús sufrió corporalmente María lo padeció en su corazón.

Hoy, al fijarnos en la Dolorosa y mirarla sin ningún filtro, allí despojada de todo, porque ha Jesús lo han crucificado ignominiosamente, caemos en la cuenta de que ella está también en el camino de todas las personas que sufren. Su corazón, modelado en el horno del amor verdadero, extiende su amor a todos los hijos que sufren. Desde la cruz le dijo el Señor, mirándola a ella y al discípulo que amaba: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Fue encomendarle el sufrimiento de todos los hombres que, a través de ella, había que asociar a la cruz. Ahí está su ternura y su compasión: no permitir que ningún dolor del mundo se pierda por las cloacas del resentimiento, del sinsentido o del absurdo. Ella está ahí, portando en su corazón traspasado ese dolor y uniéndolo a la ofrenda infinita de su Hijo. Y ahí se muestra su victoria de Madre: porque nada se pierde.

La Virgen Dolorosa es la Virgen Madre. ¿Acaso puede separarse la maternidad del dolor? Es el dolor por el dolor de los hijos y también el dolor para que los hijos no sucumban ante el sufrimiento. Un dolor doble, místico, tan cercano al de Dios que su contemplación nos arrebata a las fuentes escondidas del Amor. Gracias por ese corazón traspasado, donde el dolor golpea con especial dureza pero queda transformado por un amor que todo lo vence.