La parábola del hijo pródigo puede comentarse indefinidamente. Es un texto en el que Jesús nos manifiesta con especial belleza plástica la realidad del pecado y de la misericordia de Dios. No podemos pretender agotar su contenido, pero podemos fijarnos en algunos aspectos.

El hijo pródigo somos cada uno de nosotros. Cobrar la parte de la herencia e irse a vivir a un país lejano es la tentación. Queremos vivir con los bienes de Dios, pero sin Dios. Pensemos en la frase: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. Quizás todo el tema está ahí. Nos parece que hay una parte de nosotros, de lo nuestro, en la que Dios no debería meterse para nada. Aspiramos a una autonomía que, dada nuestra condición de criaturas, es imposible: si existimos es porque Dios nos ha creado y nos mantiene en la existencia; y lo mismo ocurre respecto a los demás bienes. Sin embargo, existe esa tendencia a alejarse de Señor, como si su presencia impidiera nuestro desarrollo. Así lo vive el hijo pequeño que, en lugar de disfrutar de los bienes junto a su padre, quiere vivirlos lejos de él.

Esta lectura nos invita a volver la mirada hacia el Señor recordando nuestra condición de hijos y lo bien que se está en la casa paterna. Es fácil que nos identifiquemos con el muchacho que, dilapidada su fortuna, ha acabado cuidando cerdos. Está en la absoluta soledad. Probablemente vive oculto bajo su tristeza y amargura. Sin embargo, aun así, es capaz de recordar a su padre. El síntoma de la tristeza puede servirnos como punto de partida: ¿A qué se debe que estemos así?, ¿qué hemos hecho con la pequeña fortuna que teníamos?, ¿dónde está nuestro Padre?

Cuando el hijo retorna a casa, nos tropezamos con otro personaje: el hermano mayor. Esta figura nos sirve para darnos cuenta de algo más. No basta con estar cerca de Dios, sino que hay que abismarse en Él. Algunos místicos, como la beata Isabel de la Trinidad, se han dado cuenta de este hecho. Dios quiere vivir en lo más profundo de nuestras almas y nosotros hemos sido creados para no encontrar descanso fuera de Dios. Nuestro destino es adentrarnos cada vez más en su corazón infinito.

El hermano mayor vive junto al padre, pero sin el padre. Es esa falta de sintonía con el corazón paterno la que hace que tampoco sea capaz de disfrutar de los bienes que posee. Sólo vivimos la creación en plenitud y todos los bienes que contiene en la medida en que estamos unidos a Dios. En Él encuentra toda la realidad, y especialmente cada uno de nosotros, su sentido más profundo.

Algo parecido podemos decir de la parábola de la oveja perdida. En ella se nos muestra que ni siquiera somos capaces de volver solos a la casa del Padre, sino que es el mismo Jesús quien tiene que venir a buscarnos. Y cuando viene en nuestra ayuda no nos riñe, ni nos devuelve a golpes al redil, sino que carga con nosotros y él mismo nos conduce de vuelta a casa. El realismo de esa enseñanza lo encontramos contemplando el misterio de la Cruz. Jesús está ahí clavado cargando con todas las ovejas perdidas del mundo. El peso excesivo de nuestras culpas es soportado por su amor infinito.