Ag 1, 15b-2, 9; Sal 42; Lc 9, 18-21

«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Aquellos Doce quedaron muy asustados tras escuchar estas palabras. Procuraban evitar hablar de ello; preferían seguir su camino sin considerar que la Cruz se perfilaba en el horizonte. Al fin y al cabo, ¿sería posible que un Hombre que hacía tantos milagros tuviese como destino el sufrimiento más infame? No, a un Hombre así sólo podría corresponderle la fama, el honor, la prosperidad. Tarde o temprano se le haría justicia; quizá lo nombraran, finalmente, Rey de Israel… Y ellos estarían allí, muy cerca, para compartir su gloria.

Hace unos años tuve un sueño que no podré olvidar jamás. Lo recuerdo como si lo hubiera soñado esta misma noche. Caminaba yo entre una fila de personas; no recuerdo si había alguien detrás de mí, pero sí muchos delante. Nos llevaban a ser crucificados y, como podrás suponer, no iba yo cantando por bulerías. Sudaba, lloraba, temblaba… Pero, si no recuerdo mal, no podía detenerme. Conforme avanzábamos, a los primeros de aquella fila los iban retirando para someterlos al suplicio. Cada vez quedaba menos gente delante de mí. Finalmente, me vi el primero (no sé si había alguien detrás) y el pulso, como si gritara, amenazaba con reventar mis venas. Me condujeron hasta una puerta… Tras ella se encontraba la cruz en que yo sería sacrificado. Pensé que no podría, que en último instante me echaría atrás. Pero, al cruzar la puerta, vi mi cruz… Y ya estaba ocupada. Jesús se hallaba clavado en ella. Era la Cruz. Lo recuerdo perfectamente; se parecía mucho al Cristo de Velázquez. El cabello, como en aquel cuadro, cubría la mitad de su Divina Faz. Estaba rendido, entregado, derramado en Amor… Pero el horizonte no era oscuro, como en el cuadro del pintor andaluz. El horizonte era muy luminoso, tanto que la luz de la atmósfera recubría su cuerpo llagado como un halo de gloria… Respiré aliviado, y entonces desperté sumido en una paz inalterable. ¡Mi cruz estaba ya ocupada, y se había convertido en un lugar maravilloso, en el hogar de Jesucristo!… Por eso, y a diferencia de lo que sintieron los apóstoles, el anuncio de la Pasión me parece la noticia más reconfortante y amable del mundo, inseparable de la gozosa buena nueva de la Resurrección.

Quiero decir más cosas sobre la Cruz, pero no me queda folio. Ya habrá tiempo. Lo guardaré para más adelante, pero no lo olvidaré. Por el momento, me encomendaré a mí y os encomendaré a vosotros a la Madre de Dios. Ella es la Ama de Casa que, unida a su Hijo, ha convertido la Cruz en Hogar. No hay que tener miedo…