Neh 2, 1-8; Sal 136; Lc 9, 57-62

«Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza»… Perdona si te sepulto entre citas. Al leer estas palabras, han acudido a mí como la lluvia. Espero saber ordenarlas.
«No entraré en mi casa, no subiré al lecho de mis descanso, no daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados, hasta que no encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob» (sal 132, 3-5)… Cuantas veces quise hallar en las criaturas un reposo para mis ojos, fue más cansancio lo que encontré. Por eso, en adelante guardaré la vista; no fijaré mis ojos en belleza alguna de este mundo, hasta que encuentre la verdadera Hermosura en la morada de Dios. No pretenderé descansar en las criaturas, porque quizás -tan cansado estoy- me quede en ellas dormido y pierda mi camino. Prefiero caminar cansado.

«No tenemos aquí morada permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Heb 13, 14). Cuantas veces llamamos «hogar» a una morada terrena nos equivocamos. Nuestras casas son tiendas de un pueblo peregrino. A veces, tiendas cálidas que recuerdan al Hogar del cielo; otras, tiendas frías y agrietadas por el viento; otras, ay, guarida de ladrones. Pero el verdadero Hogar, la verdadera morada donde nos sentiremos seguros y amados para siempre… ésa aún no la hemos alcanzado. Nos espera detrás de la Cruz.

«Hasta el gorrión ha encontrado una casa, la golondrina un nido, donde colocar sus polluelos: tus altares» (Sal 84, 4). Mientras caminamos, ellos son el único lugar de este mundo al que yo llamaría «Hogar»: allí tenemos el Abrazo del Padre, del Hermano, de la Madre, de la Esposa… Eucaristía, Pesebre y Madero son «tus altares»: la antesala del Cielo, el jardín de mi Casa.

«Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías»… Si me olvidase yo de ti, mi única Morada; si creyera haber encontrado mi casa entre las criaturas, en ese mismo instante me habría convertido en un huérfano, en un apátrida, en un vagabundo de la finitud. ¿Qué sucedería cuando descubriera que ni todas las criaturas juntas pueden llenar mi corazón, si para entonces he olvidado y dejado atrás al Único que puede consolar mi llanto?

«El discípulo a quien Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho» (Jn 21, 20)… En adelante, no habré de recostarme si no es, como Juan, sobre tu Pecho. Pegadas mis mejillas a la Llaga el Costado, escucharé los latidos de tu Corazón.

Me gusta el nombre que damos a esa tabla que nos sirve, en los templos, para arrodillarnos: «reclinatorio». He entendido hoy, Jesús, que si te sigo no tendré dónde reclinar mi cabeza en este mundo. Pero reclinaré mis rodillas y así, postrado como María ante el anuncio del ángel, descansaré en Ti.