“No me avergüenzo del Evangelio” Puede parecer que no es ninguna novedad, seguramente ninguno de nosotros afirmaríamos que nos avergüenza el Evangelio. Por supuesto aquí San Pablo no está hablando de los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Está hablando del Evangelio que, como nos recuerda el Papa en su libro, era esa noticia, habitualmente gozosa, que proclama el emperador o una persona de relieve. Por eso si seguimos leyendo a San Pablo entenderemos lo que nos dice: “ Realmente no tienen disculpa, porque, conociendo a Dios, no le han dado la gloria y las gracias que Dios se merecía, al contrario, su razonar acabó en vaciedades, y su mente insensata se sumergió en tinieblas. Alardeando de sabios, resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles. Por esa razón, abandonándolos a los deseos de su corazón, los ha entregado Dios a la inmoralidad con la que degradan ellos mismos sus propios cuerpos; por haber cambiado al Dios verdadero por uno falso, adorando y dando culto a la criatura en vez de al Creador.” ¡Ah, majete! eso es otra cosa. Avergonzarse del Evangelio es avergonzarse del mismo Cristo (que es embajador y embajada a la vez), y sobre todo de su misericordia. “ Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo: -«Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo.»” A veces queremos hacer comunidades de los justos, los buenos, los impecables y, sin ninguna misericordia, rechazamos al que nos molesta, al que no entendemos, al que es más débil. A veces, en la misma celebración de la Santa Misa, no entendemos que un niño corra o llore, que otro se medio duerma, que esté a nuestro lado el vecino que nos cae tan mal, y tenemos una cara agria y rancia, pero eso sí, guardando las formas.
No avergonzarse del Evangelio es darnos cuenta de nuestra debilidad y comprender las miserias de los otros. Es comprender que Cristo se acerca, en su Iglesia, a los niños, a los enfermos, a los borrachos, a los perezosos, a los ricos y a los pobres, a los altos y a los bajos. No es que aplaudamos las miserias o los pecados, pero los llevamos al único que puede perdonarlos: Jesucristo.
Dios mirará nuestro interior, no nuestras formas. Y aunque es apetecible que el interior y el exterior se vayan unificando, manifestándose el uno al otro, hay que intentar primero conocer el interior y no querer mostrar un exterior que no coincide para nada a nuestro interior. El otro día, paseando por la calle, dos señoras elegantísimas se pusieron a despellejar al cura que casó a la hija de una de ellas (“nos metió un discurso que no acababa nunca, no se le entendía, menudo rollazo nos soltó y nosotros deseando salirnos). No dudo que el sacerdote que ofició esa ceremonia estuviese en un día bastante espeso, suele ocurrir, pero la cara que pusieron cuando me paré y adelantarme se dieron cuenta que yo era sacerdote fue todo un poema, como la de niños de seis años que dicen: “Nos han pillado!.” Pues no, si el cura fue aburridísimo dilo, no te avergüences, pero tampoco le despellejes y después te acerques a decirle: “Padre, que bonito sermón”
Es un ejemplo tonto, pero cuantas veces nos avergonzamos del Evangelio para no quedar mal, para que piensen bien de nosotros, y nos entregamos a los ídolos de la fama, la opinión y el qué dirán.
A nuestra Madre la Virgen sólo le preocupó lo que Dios pensase de ella, nunca se avergonzó del Evangelio, al contrario es el “orgullo de nuestra raza.” Que ella nos ayude a sentirnos orgullos del Evangelio, de Jesucristo.