Alguno ha comparado la santidad a las flores de un jardín. Todas son bellas y todas distintas.

Así nosotros podemos contemplar santos exteriormente muy distintos y que, sin embargo, resplandecen con un fulgor semejante. Porque todo santo lo es porque esta unido al Totalmente Santo, Dios. Lo que tienen en común los santos es esa capacidad para mostrar a Jesucristo en sus vidas. Para el observador exterior ello no es siempre directamente comprensible, Pero hay algo en sus rostros y acciones que los hace especialmente atractivos. Y eso sucede incluso cuando viven la paradoja de las bienaventuranzas. Quizás ahí es donde se hace más presente el misterio de sus vidas.

La felicidad de la Madre Teresa limpiando a un enfermo, o la dulce serenidad de Tito Brandsma que movió a la conversión de la enfermera que le inyectó la sustancia mortal en el campo de concentración, son ejemplos de la verdad de las Bienaventuranzas que hoy leemos en el Evangelio.

Nos dice san Juan en la segunda lectura que la verdad de todo lo que somos se nos dará a conocer en el cielo. Allí donde ahora están los santos. Mientras la santidad en el mundo tiene ese carácter ambivalente para el ojo que intenta apreciarla. Por una parte resulta atractiva, porque en los santos se nos hace presente la vida que queremos para cada uno de nosotros y que a menudo se nos escapa. Pero, por otra parte, tememos lo que se esconde detrás: las mortificaciones de san Juan María Vianney, los ayunos de san Pedro de Alcántara, la vida para los demás de san Pedro Claver… Lo que se esconde entre bambalinas y hace posible la puesta en escena de alguna manera nos aturde y paraliza. Hay en todo ello un error de apreciación.

Si la santidad se caracteriza por algo es porque nos es dada, como una gracia. De hecho no es más que participación de la misma vida de Dios. Lo otro, esos actos admirables y a la vez repulsivos, ocupan un lugar secundario. Lo central en todo santo es su unión con Jesucristo y la fidelidad a esa unión. ¿Cómo no ser santos si permanecemos junto a Jesucristo? Esa permanencia, en ocasiones, exige una renuncia. La historia de la santidad nos muestra que a veces la exigencia es muy grande, pero es que el regalo lo es aún mayor. Nunca se ve bajo el aspecto de algo que se pierde sino del dulce honor de permanecer junto al Señor. Y ahí se hace de nuevo visible la paradoja de las Bienaventuranzas. Porque el que llora, en Cristo, conoce su dicha y rechaza el consuelo del mundo, y el que pasa hambre se sabe de antemano satisfecho alimentado por un pan que sus contemporáneos desconocen; y lo mismo el que trabaja por la justicia en medio de los corruptos o el que busca la paz sabiendo que ello sólo le comportará sufrimientos.

Si la experiencia de esos hombre y mujeres, tantos anónimos, que hoy recordamos no se aguantara en Jesucristo, lo suyo sería un heroísmo de la nada, algo inimitable y que hasta debería ser proscrito de los libros de historia. Pero nos resistimos a hacerlo y aún lo festejamos porque es demasiado evidente que en sus vidas se trasluce algo más grande que nosotros también queremos. Es la vida de Dios, conocida en plenitud después de la muerte, pero que ya nos es participada, por la gracia, en este mundo.