Rom 11, 29-36; Sal 68; Lc 14, 11-14

Repito: «¡AAAAAAAAARGH!». Exactamente así es como ha salido, de lo más profundo de mi garganta el incontrolable gemido.
Era domingo. Eran las cinco de la tarde y acababa de llegar a casa dispuesto a orar ante las lecturas del día siguiente. Pero, antes, había decidido recoger el correo electrónico (tentación en la que caigo frecuentemente)… ¡Un mensaje! Título: «¡Qué fuerte!».

Parece tentador. Lo abro, y… ¿qué encuentro? ¡Encuentro dos de esas repulsivas historietas moralizantes para gente sin pecado original! La primera de ellas está más vista que el TBO: ya sabes, esa de los clavos, y de que cada vez que le fallas a un amigo le dejas una cicatriz que jamás se cura… «¡AAAAARGH!» -exclamo-, «yo soy de los malvados que voy por la vida dejando heridas incurables en los prójimos»… Y me deprimo. La segunda historia es aún peor: un pobre niñito «empollón», cargado de libros, es asaltado vilmente por unos niños gamberros que le golpean y le rompen las gafas (lo de las gafas da un toque irresistible de ternura); otro niño que anda por allí le socorre, y al cabo de los años se entera de que el tal «empollón» iba a suicidarse y él le había salvado la vida… «¡AAAARGH!» -repito- «quizá yo hubiera sido de los que le golpeaban, o, en el mejor de los casos, hubiera mirado hacia otro lado y habría provocado un terrible suicidio»… La depresión estaba a punto de acabar conmigo…

… Hasta que tomé las lecturas de la misa, y leí a mi amigo San Pablo: «Pues Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos»…. Fue como una bocanada de aire. ¡Esto es lo mío! La Escritura está pensada para hombres pecadores. La mayoría de sus personajes son como yo; tienen pecado original. Publicanos, prostitutas, fariseos hipócritas, romanos opresores, nazarenos incrédulos, persas sanguinarios, egipcios altivos… ¡Me siento en casa! Y, junto a ellos, un Dios que es todo misericordia, capaz de amarnos cuando hincamos clavos en el alma de los amigos, cuando le rompemos las gafas al gordito empollón, cuando miramos hacia otro lado y nos despreocupamos de nuestros hermanos… Para que Dios nos ame, no necesitamos haber llegado al nivel de esas historietas estúpidas. Basta con ser quien somos, pecadores, para ser beneficiados con la maravillosa lotería de la Misericordia. La Biblia no es un email moralizante; en ella, el canalla del hijo pródigo recibe un abrazo, aunque haya dejado la herencia del padre repartida entre todos los burdeles de la comarca…

Esas historietas parecen decirle al hombre pecador: «¡Qué idiota eres!» La Biblia se dirige al mismo destinatario, y le dice: «¡Dios te ama! ¡Vuélvete a Él, que te recibirá con cariño! ¡No tengas miedo!»… Me gusta la Biblia. Me he enamorado de ella. ¿Dónde se ha visto que la Única sin pecado, María, abrace a los verdugos de su Hijo y sea llamada «Refugio de pecadores»? ¡A ver quién me encuentra un email así de reconfortante! Entre tanto, al próximo que me envíe un mensajito de esos con seres inmaculados e insultantes, lo excomulgo. He dicho.