Rom 13, 8-10; Sal 111; Lc 14, 25-33

«A nadie le debáis nada, más que amor». Repasé mi lista de deudas: para tener contentos a los niños, tengo que contarles chistes. Para tener contentos a los feligreses, tengo que terminar pronto la misa. Para tener contentos a quienes se confiesan conmigo, tengo que darles la razón, y dedicarles todo el tiempo que requieran de mí. Para tener contentas a las personas «importantes» de mi parroquia, tengo que acordarme de saludarlos siempre con la mejor de la sonrisas. Para tener contentos a los catequistas, tengo que recordarles muy a menudo lo bien que lo hacen. Para tener contentos a mis amigos, tengo que hacer todo lo que me pidan. Para tener contenta a la señora que me ha encargado un funeral, tengo que nombrar muchas veces al difunto y hablar sobre lo requetebueno que fue… Y, así, con mi lista de deudas ante mis ojos (omitidas las deudas financieras, que son otro cantar), me he dado cuenta de que todos los pagos, al final, los volvía a cobrar yo: me gusta que los niños me quieran, me gusta que la misa que celebro agrade a los feligreses, me gusta que la gente quiera confesarse conmigo, me gusta ser bien visto por las personas «importantes», me gusta que los catequistas me respeten, me gusta que mis amigos me agradezcan lo que hago, y me gusta que la señora que ha encargado el funeral salga diciendo «¡Qué cura tan majo!»… Es decir, que me quiero a mí mismo, me debo a mí mismo, y me pago a mí mismo. Y, para ello, contraigo deudas absurdas con los demás a fin de que me devuelvan, con creces, lo debido… Cogí mi lista de deudas y la rompí.

«A nadie le debáis nada, más que amor». Ahora entiendo que, por amor, a veces tengo que regañar a un niño; que, por amor, tengo que celebrar la santa misa con recogimiento; que, por amor, tengo que llamar «pecado» a los pecados y decir a quienes se confiesan conmigo: «no tienes razón». He decidido no dedicar más de tres minutos a cada penitente, ni más de quince a quien viene a la dirección espiritual, porque cuando estoy más tiempo con ellos me asalta el «síndrome de Estocolmo» y les doy la razón en todo; se apegan a mí, y yo a ellos. He aprendido que lo mejor que puedo hacer por los demás, «importantes» o no, es rezar por ellos, y que si me olvido de saludarlos el único perjuicio es que yo les caiga un poquito peor; que, por amor, tengo que exigir a los catequistas que quieran ser santos; que, por amor, a veces tengo que decir «no» a los amigos; que, por amor, cuando celebre el funeral tengo que hablar de la misericordia de Dios. No tengo por qué ser simpático; tengo que amar a los demás con toda mi alma. Y, a veces, amar a los demás con toda el alma puede consistir en ser muy antipático, y estar dispuesto a que aquellos a quienes amas te miren mal y hablen mal de ti… ¡Qué cosas descubro! ¿verdad?

«A nadie le debáis nada, más que amor»… Me siento muy liberado. Mi recompensa será la de María: a cambio de renunciar a ser bien visto por los hombres, quizá pueda un día escuchar: «Has hallado gracia a los ojos de Dios».