Zac 2, 14-17; Jdt 13; Ap 21, 3-5; Jn 19, 25-27
(En Madrid: Nuestra Señora, la Virgen de la Almudena)

Vaya por delante que siento un gran respeto por todos aquellos hermanos míos que profesan la religión musulmana; sé con cuánto cariño están sus nombres grabados en el Corazón de Cristo. Siento repugnancia cada vez que, en los medios de comunicación, contemplo a nuestros conciudadanos burlándose de las tradiciones islámicas. Llevan los periodistas una «burka» a unos grandes almacenes, y se la enfundan a una señora occidental que hace la compra con tarjeta de crédito. La señora exclama: «¡Qué horror! ¡Qué cárcel! ¿Cómo pueden someterse a esto?»… Y yo sufro. Sufro porque me parece insultante; porque esa señora burguesa está mirando por encima del hombro a una mujer que es su hermana; porque veo más desdén que compasión; porque sé que si una mujer afgana, desde su burka, contemplara la escena, se sentiría insultada y humillada; porque la frivolidad no es el modo de abordar costumbres que hunden sus raíces en hondas creencias. Una mirada cariñosa a nuestros hermanos musulmanes, en lugar de desdén y rechazo, debería alumbrar en nuestras almas compasión y culpabilidad. Compasión, porque ellos no conocen la liberación que Cristo ha venido a traer; culpabilidad, porque no se la hemos anunciado.

La talla de la Virgen de la Almudena fue escondida en las murallas de Madrid cuando nuestra ciudad fue alcanzada por la dominación musulmana. Los dos cirios que sirvieron a María de acompañantes en su cautiverio no pudieron amortiguar el sonido de aquel silencio. Siglos después, en el año 1089, la Inmaculada rompió el muro, y en su rebeldía se me antoja que dejó escapar un grito que es hoy más doloroso que nunca: «¿Por qué me calláis? ¿Por qué amordazáis mis labios?».

Admito que puedo estar en un error, pero cuanto ahora digo se muestra ante mis ojos con una claridad aterradora. Desde hace siglos, los cristianos hemos renunciado a anunciar el evangelio en los países islámicos. Los hemos socorrido materialmente – menos de lo que debiéramos-, pero el nombre de Cristo lo hemos callado porque sabíamos que pronunciarlo allí supone la muerte. Y, sin embargo, el martirio ha sido, desde los comienzos de nuestra Iglesia, la más valiosa y eficaz semilla de cristianos. En Irán, en Irak, en Afganistán, una campaña publicitaria no sirve de nada. Si te encuentran celebrando la Eucaristía, te matan y punto (aún están frescas, en la memoria, imágenes dolorosísimas). Esto ha hecho que nos sintiéramos «dispensados» de anunciar a millones de hermanos nuestros la liberación de Cristo; pero, quizá, los cientos de miles de mártires que alfombraron de sangre el camino de la Iglesia en sus primeros siglos nos miren con vergüenza.

No sé, no sé; quizás me equivoque. Escribo en un despacho y frente a un ordenador. Me resulta cómodo decir estas cosas desde aquí. Pero siento como si, desde esa muralla de mi ciudad, la Virgen de la Almudena me estuviera pidiendo que de cauce a su grito.

Si sólo son cosas mías, pido perdón.