Sab 1, 1-7; Sal 138; Lc 17, 1-6

«La sabiduría es un espíritu amigo de los hombres que no deja impune al deslenguado; Dios penetra sus entrañas, vigila puntualmente su corazón y escucha lo que dice su lengua». El cristiano que no intenta poner freno a su lengua, no ama verdaderamente a Dios. Pero el que lo intenta está condenado a ir de fracaso en fracaso – no nos engañemos-. Morderse la lengua a tiempo lo tengo por tarea imposible. La mayor parte de las veces, me la muerdo como castigo, no como prevención. Algo tiene mi casa, no sé lo que es -quizá un ángel con una grabadora-, porque, cuando llego por la noche y me dispongo a preparar el bocadillo de chorizo, comienzan a reproducirse en mi mente, de manera imparable y sin que sepa yo dónde se encuentra el botón de «stop», todas las palabras ociosas y ofensivas que han brotado de mis labios a lo largo del día. Para no quedarme sin cenar, termino el bocadillo y luego me muerdo la lengua, aún con grave riesgo de envenenarme en el intento.

No me di cuenta del daño que puedo ocasionar con mi lengua hasta que lo sufrí en mis carnes. Cuando, una tarde, alguien se me acercó y me transmitió los comentarios que se habían vertido sobre mí, cuando sentí la daga de una lengua endemoniada clavándose en mi alma, al vil mensajero lo tomé por ángel del Señor: «¿Ves el mal que puedes hacer tú, con sólo sentarte y hablar?» -entendí que me decía el Espíritu-… ¡Ay, Dios mío! Desde entonces me propuse, con un empeño especial, poner freno a mi lengua. Pero el propósito tan sólo me ha servido para ser más consciente de mi pecado. No hay manera de comer un bocadillo de chorizo tranquilo por las noches. La grabadora no ha parado de sonar ni un solo día. Y es que, por el motivo que sea, cada vez tengo más mala leche.

Hasta hace unas semanas. Sigo teniendo muy mala leche (¡cada vez peor!), pero he comprendido algo, y hoy el libro de la Sabiduría me lo ha confirmado: no se trata de poner freno a la lengua, sino de transformar el corazón. Brota veneno de los labios porque el corazón está envenenado. Si el corazón estuviera lleno de Dios, la lengua alabaría al Señor sin cesar. No se trata de insultar o no insultar (¡Cuántos insultos amorosísimos brotaron de los labios de Cristo!), ni tampoco de hablar mucho o hablar poco… Se trata de que cada palabra que salga entre los labios obedezca a un sentimiento del Señor. Desde que comprendí esto, he pedido sin cesar el don del recogimiento interior. Aún no me ha sido otorgado, y el alboroto inútil de mi alma despide sonidos ociosos que escucho cada noche a la hora de cenar. Pero lo seguiré pidiendo, y seguiré orando cada día hasta que me sea concedido ese recogimiento interior que transforme mi corazón en santuario.

Y, como al ángel no se lo van a llevar (¡lástima!), le he pedido a María, Virgen Prudente, que esta noche, cuando esté cortando mi rebanada de pan y mi primo pulse el botón del «play», no escuche yo más que sonidos armoniosos, o, en todo caso, algún chiste medianamente bueno… ¡Pero que pueda cenar en paz!