Sab 2, 23 – 3, 9; Sal 33; Lc 17, 7-10

«Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo». «Ars Bene Moriendi» («Arte del buen morir») era el nombre que recibían, no hace muchos años, los tratados espirituales destinados a preparar el alma para el momento supremo de su encuentro con Dios. Me gusta decir que eran unos «libros de catequesis de primera comunión», porque tengo a la muerte como una muy singular y tierna «primera comunión». Lo cierto es que aquellos tratados ya no existen, y yo sólo sé de ellos por referencias. En vano he tratado de encontrar uno; es como si hubieran sido desterrados de nuestro espectro bibliográfico… ¡Así nos va! En el siglo XXI vivimos estupendamente y nos morimos horrorosamente.

La falsa compasión, el «¡No se lo digas, que lo matas del susto!», hace que muramos sin saberlo, de repente y como quien no quiere la cosa; en definitiva, como imbéciles, porque vamos a la muerte engañados por piadosos familiares que nos dicen que no nos pasa nada y esperan, para traernos los sacramentos, hasta que estemos inconscientes… ¡Una pena!

Ya he acompañado a muchas personas en ese último tramo del camino. Y, gracias a Dios, he visto cómo se abrían sus ojos a la eternidad conforme la muerte se acercaba. Me he estremecido al contemplar el modo en que muchos de ellos se echaban las manos a la cabeza: «¡Dios mío!» -recuerdo haber oído- «¡En qué tonterías he gastado mi vida!

¡Qué estupideces me han tenido preocupado! ¡Qué desperdicio! Ahora me doy cuenta de lo que realmente importa, precisamente ahora… ¡Y ya poco me queda por hacer!». Mientras escuchaba estas palabras u otras semejantes, no me acordaba yo de ningún santo, sino de alguien tan pintoresco como Don Quijote de La Mancha: también él recuperó el seso a última hora, cuando apenas nada podía hacerse sino advertir a los vivos para que no cayeran en la misma locura… Y me preguntaba: «¿Tendré que esperar yo también a mi último suspiro para recuperar el juicio? ¿No seré capaz, advertido como estoy, de aprender esta sabiduría ahora, cuando todavía puedo valorar y disfrutar lo que vale de veras? ¿No querré abrir los ojos para entender, desde hoy, que lo único que importa es Cristo, y lo demás son naderías?»

Reclamo una reedición del «Ars Bene Moriendi». San Francisco de Asís pensaba en la muerte todos los días y para ella se preparaba cada noche. Cuando le anunciaron que, finalmente, estaba cerca, escribió la última estrofa del «Canto de las criaturas»: «Loado seas, mi Señor, por la hermana muerte»… Ésta es la sabiduría que impregnaba aquellos libros: vive cada día como si fueras a morir antes de la noche… Si yo muriera antes de esta noche -me lo he preguntado hoy- me gustaría que la Santísima Virgen respondiera a lo que miles de veces le he pedido: «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».