Sab 6, 1-11; Sal 81; Lc 17, 11-19

Siento la tentación de detenerme en la Primera Lectura: «Escuchad, reyes, y entended; aprendedlo, gobernantes del orbe; (…) a ver si aprendéis a ser sabios y no pecáis». Me encantaría que me dejasen proclamar estas palabras desde la tercera del ABC.

La segunda «tentación» que me asalta hoy es la de abrir un nuevo capítulo de mi «Catálogo y jaculatorial de latrías». Aquellos nueve leprosos que, tras ser sanados por Cristo, pusieron pies en polvorosa en busca de una botella de cava, son el vivo reflejo de una de nuestras idolatrías: la de la salud. «Lo que importa es tener salud», decimos, y hasta al propio Dios lo arrodillamos ante nuestras pretensiones de vivir «saludablemente». He visto a personas que llevaban años sin rezar volver a la oración cuando el diagnóstico de un cáncer hizo mella en uno de sus seres queridos. Pero rezaban pidiendo la sanación corporal, sin acordarse de pedir lo más importante: que el enfermo recibiera los sacramentos y obtuviera la salud del alma. Abandono aquí la segunda «tentación».

Ambas «tentaciones» encubren mi verdadera tentación, porque la misma pregunta se esconde tras las dos escenas: «¿Qué es lo que verdaderamente importa?». A nuestro presidente le importa tanto la familia como a aquellos leprosos les importaba Jesús de Nazareth: es decir, nada. El verdadero dios, en ambos casos, es el mismo: la vida cómoda. «Tres cosas hay en la vida: salud, dinero, y amor». En aras de una vida cómoda hay que sacrificar la vida de niños que incomodan a sus madres y a la sociedad; en aras de una vida cómoda hay, ahora, que fomentar una natalidad que ayude a cubrir mañana los despilfarros de hoy. En aras de una vida cómoda rezaron nueve leprosos, y fue la única oración que hicieron en su vida… Me he preguntado cuál es mi Dios. Me he examinado por si, a la vez que escribo, no estaré buscando yo también lo mismo que aquellos a quienes denuncio. He buscado en mi interior, no vaya a ser que Dios, en mi vida, sea el gran hallazgo: un instrumento omnipotente para conseguir mis fines… Al final, mis ojos han buscado a aquel leproso de Samaría, postrado a los pies de Jesús en agradecimiento. Y mis dedos han buscado las blancas manos de la «Esclava del Señor».

Tengo miedo; también a mí me gusta la «vida cómoda». Y sé que sólo así, postrado como ellos, conseguiré lo que Dios sabe que mi corazón anhela: ser yo instrumento de Dios, y no convertir a Dios en instrumento mío.