En todos estos días que estoy sin coche tengo que subir mucho al autobús, a veces muy temprano. El pasado fin de semana llegó el autobús a la parada (es el final de línea y la cabecera), y se bajaron los pocos usuarios de este medio de transporte un sábado a las siete de la mañana. El último en bajar era un señor de unos treinta años, con paso torpe, mirada huidiza y moviendo la cabeza de un lado a otro, intentando identificar dónde estaba. Orinó con intensa satisfacción (supongo), y volvió a subirse al autobús para llegar a su parada. Se ve que tras una noche de juerga se había montado en el autobús y se había quedado dormido, pasándose su parada y llegando hasta el final del recorrido. Lo más triste es que nada más arrancar el autobús volvió a quedarse dormido (roncando con gran placidez), y por las expresiones que puso al despertarse y bajarse del autobús había vuelto a pasarse de parada. No sé si llegaría a la hora de comer a su casa, pero seguro que llegó con más hambre que sueño. Los que lo veíamos no sabíamos si nos daba más risa o pena, tan desorientado después de una noche loca.
“En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: -« ¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos.»” No es la única vez que Cristo llora en los evangelios, pero creo que es la única que llora por algo, no por alguien. llora por Jerusalén, la ciudad de David, y todo lo que ella significa. La “Ciudad de la Paz” era el signo de la Jerusalén celeste. Era un lugar, simplemente un sitio, pero el lugar donde todo el pueblo elegido, con el que Dios había hecho su alianza, se acercaba a ofrecer sus sacrificios, a elevar sus oraciones, a celebrar sus fiestas y renovar la alianza. Sin embargo la belleza de la piedra y los exvotos habían reemplazado el sentido religioso. Se hizo una “carrera” a ver quién construía, adornaba y engalanaba mejor el Templo. En vez del templo del Señor se iba convirtiendo en el templo de Salomón, el templo de Herodes, el templo de después del destierro, el templo de todos menos de Dios. Como mi borracho del autobús pasaban de un lado a otro, pero se olvidaban de estar donde tenían que estar, esperaban que llegasen las ofrendas, pero no esperaban al Mesías. Y eso hace llorar a Jesús.
También hoy veo a muchos cristianos que andan desorientados, como borrachos dando vueltas sin sentido. Laicos y sacerdotes hablan de la Iglesia, le dan vueltas a sus acciones, a sus dimes y diretes, a la doctrina o a su situación en el mundo. También muchos ignoran completamente la fe de la Iglesia, la doctrina y la moral. Y parece que no se dan cuenta que cada uno de nosotros, los bautizados, somos la Iglesia. (Alguno me dirá que Iglesia significa reunión, que tiene que ser más de uno, pero ese que piense si en la tienda, en medio del desierto, de Carlos de Foucauld, o en la soledad de la celda de un cartujo , no puede verse a la Iglesia toda). La fe que recibimos en el bautismo como don preciosísimo de Dios, nos impulsa a seguir a Cristo. No a ningún partido político, ni las tendencias de moda, ni nuestras propias pasiones ni las del vecino. Tal vez Cristo se asome ahora a un monte y viendo a la nueva Jerusalén, a la Iglesia, a mí y tal vez a ti, que damos vueltas sin sentido, que nos pasamos de parada y seguimos quedándonos dormidos, que abandonamos los Sagrarios, que hablamos mucho y rezamos poco, que tenemos a Dios a la puerta y no le abrimos, tal vez Jesús volviese a llorar.
Pero el Señor sabe descubrir lo mejor de cada uno, hasta de los leprosos a los que nadie quería mirar pues daban asco. Acompañado de María, su Madre y nuestra Madre, mirando desde el monte irá descubriendo a tantas almas buenas, sacrificadas, generosas, caritativas, rezadoras y estupendas que hay en la Iglesia. Incluso verán lo mejor de cada uno de nosotros, y sonreirán. Tal vez deberíamos llorar nosotros, por nuestros pecados y por los del mundo, y así volver a encontrar la alegría que tantos han perdido. Nosotros no perdamos la alegría, pero tampoco nos pasemos de parada.