Uno de los libros de historia que estudié en el Bachiller traía un diccionario, al final del libro, con las definiciones más importantes de los conceptos que manejaba el texto. Entre las definiciones estaba la de la palabra “anarquista” y decía: ácrata. Buscaba uno la palabra “Ácrata” y te indicaba: “Ver anarquista.” Se quedaría tan a gusto el autor del libro, desde luego desde el diccionario promovía el caos, la ausencia de definición y (según la definición del diccionario de la Real Academia) el desconcierto, la incoherencia y el barullo. El anarquismo (es decir, los ácratas esos) propugnan la desaparición del estado y de todo poder, nunca ha tenido demasiado éxito pues cada vez que intentan organizarse la arman. Y es que, aunque suene mal, siempre hace falta una figura de autoridad, desde los grupos más pequeños (una familia o una comunidad de vecinos), hasta los más grandes (una nación o un conjunto de países). Tristemente equiparamos autoridad a autoritarismo, poder despótico o tiranía, sin darnos cuenta que la autoridad debe ser principalmente ejemplar y servir al bien común.
“Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.»” Ese es el trono de Cristo. La fiesta de hoy, del último domingo del tiempo ordinario, es relativamente reciente, pero cuando miramos las primeras representaciones de Cristo en la cruz encontramos a un Jesús Rey, con corona y mirando, desde el leño, al mundo con serenidad. El llamar a Cristo Rey no tiene connotaciones políticas ni expresa la opinión de la Iglesia sobre un modelo de estado. Cristo reina asumiendo en sí mismo el pecado del mundo, las heridas de toda la humanidad, los insultos y las injurias. Pero a pesar de su aparente impotencia puede decir: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.» Ahora que se debate tanto sobre las formas del rey de España en su contestación al dirigente venezolano podríamos decir que la realeza no está en lo exterior, en lo que se ve, sino en lo que se vive y se es.
La fiesta de hoy nos recuerda que “ Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.” Con Cristo toda la Iglesia, como se nos recuerda en nuestro bautismo reina, y lo hace desde la cruz. La Iglesia no es un grupo de presión ni un elemento de poder. La Iglesia asume en sí las penas y las esperanzas de los hombres, recuerda a toda la humanidad su destino y derrocha la misericordia que nace del costado atravesado de Cristo. Hoy, y tantas veces, se tiende a opinar sobre la Iglesia en clave política. Desde esa perspectiva comprendo que muchos quieran ser anarquistas espirituales y huyan de imposiciones que consideran arbitrarias. Pero cuando comprendemos que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, “imagen de Dios invisible,” que “reconcilia en sí todos los seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz,” descubriremos que no existen leyes absurdas y opresoras. La vida en Cristo puede ser exigente, con la exigencia del servicio a toda la humanidad, pero nunca absurda. Reinamos con Cristo y para ello hay que subirse al leño de la cruz, muchas maneras de manera heroica, pero sólo desde ahí se habla con autoridad.
María reina con su Hijo, con toda la Iglesia. Ella nos enseña cuál es el verdadero significado del reinado de Cristo en la cruz, en la historia y en el mundo. No seamos ácratas.