Is 11, 1-10; Sal 71; Rom 15, 4-9; Mt 3, 1-12

  «Predicar en el desierto» significa, hoy día, hablar sin ser escuchado; denunciar sin que nadie se dé por aludido. La expresión tiene su origen en la profecía de Isaías (Una voz grita en el desierto) que el evangelio ve cumplida en el Bautista; pero es injusto decir que, en su día, Juan «predicara en el desierto». Fue escuchado, y levantó en torno a sí un enorme escándalo, porque sus palabras eran poco «políticamente correctas». De haber «predicado en el desierto», hubiera muerto allí, gritando y comiendo saltamontes. Sin embargo, fue protestado, injuriado, encarcelado y ajusticiado porque Herodes y Salomé se dieron -y mucho- por aludidos. A cambio, también se dieron por aludidos Juan y Andrés, cuando señalando a Jesús clamó el Bautista: «Éste es el Cordero de Dios».

 Hemos hecho verdad una mentira. Hoy día, Juan predica en el desierto. Su anuncio puede resumirse así: «Daos prisa en convertiros, porque el Juicio está cerca, y vais camino del Infierno». «Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego». Ante esta voz, todos miran hacia otro lado. Unos dicen que el Infierno no existe; otros, que está vacío; según otros, el Bautista debe referirse a Bin Laden o a los asesinos de niños… Pero Juan hablaba -y habla- para hombres religiosos, cumplidores de la Ley, y les anuncia que están a punto de despeñarse en el Seol. Hablar del Infierno sigue siendo poco «políticamente correcto». Y muchos protestarían ante el anuncio si no fuera porque no ni tan siquiera lo toman en serio… «¿Al Infierno… ¡Yo!? Vamos, lo dirá por mi suegra; a ésa si la veo en las calderas de Pedro Botero».

 Estamos en un punto crucial. Si no me doy por aludido; si no admito que el camino que llevo -¡aún «cumpliendo» con la Ley!- es el de la condena, a partir de este momento el Adviento no va conmigo. Tendré que esperar al año que viene, porque, este año, yo ya estoy salvado y no necesito de Salvador alguno que me libre del Infierno… Pero si la voz de Juan ha logrado despertarme; si sus palabras y su testimonio de austeridad me han conmovido, quizá debo encarar la verdad: esa «fe» que creo tener no es sino un «barniz religioso» que viste de piedad mi aburguesamiento; una forma cómoda de no privarme de nada en la tierra mientras creo tener «seguro» también el cielo; un «ansiolítico» que tranquiliza mi conciencia y me ayuda a sentirme «bueno», mientras sigo haciendo, siempre y en todo, mi voluntad… Una forma de condenarme con anestesia, sin sufrirlo demasiado aquí en la tierra. «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente?». Sólo ahora, cuando siento la falsedad de mi vida, cuando me hace estremecer el vértigo de mi condena y la urgencia de mi conversión se me impone como una cuestión de vida o muerte, estoy, de lleno, en el drama del Adviento. Correré al confesonario como corre un herido al puesto de socorro; clavaré mis ojos suplicantes en María, y la invocaré con hambre: «¡Madre de la Misericordia, ruega por mí!». El Adviento, entonces, continúa.