Ayer nos fijábamos en el silencio de San José. Hoy nos encontramos con el de Zacarías. Es un silencio muy distinto. Zacarías se queda mudo porque no ha dado fe a las palabras del ángel. Es un silencio pedagógico, que se convierte en señal. Por eso todos los que esperaban a que saliera del templo comprendieron, al ver que no podía hablarles, que había tenido una visión.

A veces estamos muy preocupados de cómo explicar las cosas. Dedicamos demasiado tiempo a prever el impacto de nuestras palabras y buscamos la manera de acertar en el discurso. Hay cosas que no se pueden explicar. Si Zacarías no hubiera perdido el habla, ¿habría sabido explicar a la multitud lo que le había sucedido? No está claro. Algunos autores se han fijado en el hecho de que este silencio de Zacarías precede al silencio que Juan Bautista guardará en el desierto. Allí conocerá a fondo la Palabra de la que él será la voz. Pero antes de hablar se habrá formado en la escuela del silencio interior.

Al meditar en este pasaje del Evangelio pienso que quizás el Señor nos está enseñando el silencio que ha d acompañar las enseñanzas que recibimos de Él. Comprendemos algo y, e seguida, queremos explicarlo sin haberlo pasado por la lenta sedimentación de la oración. La Navidad es también un misterio que nos invita a la interiorización. Los festejos que acompañan estas fiestas no siempre lo favorecen. Sin embargo necesitamos de ese recogimiento para que no se nos escape la importancia de estos días. Además, como nos enseña el evangelio de hoy, muchas veces el silencio es más elocuente que las palabras.

Otro aspecto sorprendente es la falta de fe de Zacarías. Tanto él como su mujer eran justos. Guardaban los mandamientos y cumplían la ley del Señor. Sin embargo, ante algo tan grande (un hijo e su ancianidad y con la esterilidad de Isabel de por medio), Zacarías pide una prueba. Zacarías cree en Dios. Seguramente tiene más fe que cualquiera de nosotros. De hecho ya está en el cielo. Pero aquel día sus miras fueron demasiado humanas. Parece como si tuviera miedo. Así lo da a sobrentender el texto al decir que quedó sobrecogido de temor. El miedo hace tomar cautelas. Pero estas son innecesarias cuando quien nos habla es Dios.

La Navidad es una oportunidad para que Dios intervenga en nuestra vida. Como a Zacarías se nos anuncia el final de la esterilidad y la posibilidad de dar fruto. Ni la edad ni el cansancio son un impedimento si estamos abiertos a la acción de Dios. Precisamente el misterio de la Encarnación muestra que todo es posible para Dios. Estamos ante algo absolutamente nuevo. Esa novedad no se refiere sólo al curso de la historia, que va a quedar profundamente transformado, sino que nos alcanza a cada uno de nosotros.

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a vivir estos días con un corazón abierto, dispuestos a acoger todo lo que Dios quiera decirnos y darnos. Que ella nos ayude también a disponer del tiempo necesario para meditar pausadamente la gran misericordia de Dios que se nos hace presente estos días.