Dios respeta nuestra libertad hasta el final. Lo vemos estos días en el relato de la Anunciación. María es la puerta elegida por Dios para hacer su entrada en la historia. Pero Dios no quiere presentarse sin ser recibido. Forma parte de su amor hacia nosotros. Nos salva sin coaccionarnos, apelando a nuestra libertad. El sí de María es el que la humanidad entera no sería capaz de pronunciar. Pero ella, la llena de gracia, lo hace en lugar nuestro y deja el camino expedito. Es un sí tremendo: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.

El deseo de todos los hombres se cataliza en la respuesta serena y de absoluta entrega y confianza de la Virgen. Nuestras peticiones a su lado son balbuceos incoherentes. No nos salen las palabras. Pero ella responde por todos nosotros.

Nuestra libertad esclavizada por tantas ataduras, unas grandes otras pequeñas, quiere unirse al sí de María. Agradecemos, en primer lugar, lo que ella respondió por nosotros. Lo hizo no sólo ante el ángel sino durante toda su vida, que es una prolongación del “hágase” de Nazaret. También su vida anterior era ya un sí a Dios. Pero ahora se descubre el contenido de aquella entrega sin condicionamientos: va a ser la Madre de Dios. Esta escena explica toda la vida de María, porque no hay en su respuesta nada que se guarde para sí misma. Es de una transparencia absoluta: quiere que se haga la voluntad de Dios. Y lo quiere totalmente.

La libertad que entraña su respuesta sólo es posible desde la plenitud de gracia con que Dios la ha regalado. Desde esa fidelidad al don de Dios, ella responde poniendo en juego todo lo que se le ha dado. Lo hace porque se sabe agraciada por Dios hasta el punto de que el elogioso saludo del ángel la confunde (“Ella se turbó ante esas palabras y se preguntaba que saludo era aquel”).

A dos mil años de distancia no deja de estremecernos la hondura de aquel hecho. ¡Qué grande es María! Sí, es Dios quien la ha hecho grande, pero en nadie esa grandeza ha sido tan bien correspondida. Si la santidad es el traje que nos corresponde a todos (el que Dios tiene previsto para sus hijos), en la Virgen alcanza un especial esplendor.

A pocos días de la Navidad descubrimos la conveniencia de unirnos a la Madre Santísima para abrir nuestras puertas a Jesucristo. Dios va a respetar nuestra libertad y no se nos va a imponer. Nace pequeño y manso entrará en Jerusalén montado en un pollino, y aún después despojado de todo se entregará a la Cruz. No existe ninguna violencia ni coacción de clase alguna. Dios nos salva amándonos y su amor sólo quiere que nosotros lo aceptemos y correspondamos. La contemplación de hoy nos une a la mujer que más lo amó y continúa amando. En ella aprendemos cómo tratar a nuestro Señor. Todo un regalo.