1Sam 1, 1-8; Sal 115; Mc 1, 14-20

Comienza el Libro de Samuel. Esa historia real, hecha de hombres y mujeres de carne y hueso y sucedida hace miles de años, es la Historia Sagrada con que Dios nos habla hoy a nosotros. Cada una de aquellas personas, sin saberlo, estaba interpretando un papel, y hoy, merced al Entendimiento con que el Espíritu ha enriquecido a su Iglesia, ese papel es desvelado ante nuestros ojos.

Elcaná es Dios, Esposo y amante de todas las almas. Como aquel hombre repartía a cada esposa su ración de modo desigual, así Dios reparte sus dones entre sus hijos, dando a cada uno lo suyo, pero no siempre a todos lo mismo.

Fenina es esa persona a quien todo parece salirle bien. El triunfador que ha sido bendecido -¡vaya por Dios!- precisamente con aquello que a nosotros nos falta, y que, por una de esas casualidades, un buen día aparece cerca de nosotros. Del mismo modo que a la estéril Ana le mortificaba la presencia de la fértil Fenina, así también (¡somos humanos!) muchas veces nos hemos entristecido al ver, en los demás, aquello que nosotros anhelamos y nunca hemos tenido. Si encuentras a Fenina una vez y la soportas un ratito, se lo ofreces al Señor. Pero si Fenina es tu cuñada y te visita todos los domingos… ¡Eso es otra cosa!
Ana representa nuestras ilusiones frustradas: aquello que nos hubiera gustado ser y que no somos, aquello que nos hubiera gustado tener y no tenemos, aquellos triunfos que hubiéramos querido cosechar y que hemos visto tornados en fracaso… Quizá, ante los ojos de algunos, seamos Fenina, pero en el fondo de nuestro corazón hay una Ana: mírate bien.

«Una vez Ana lloraba y no comía. Y Elcaná, su marido, le dijo: – «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué te afliges? ¿No te valgo yo más que diez hijos?»». Si, en lugar de a Ana, se lo hubiera preguntado a mi amiga Fuencisla, Fuencisla le habría contestado que de ninguna manera. Ella ha decidido cogerlo todo: ¡el marido y los diez hijos!… Pero, volviendo a nuestra historia: llora Ana su fracaso, mientras lloramos tú y yo porque las cosas no salen a nuestro gusto. Y, mientras sollozas, mientras quizá te quejas ante Dios por lo que no te ha dado, el mismo Señor se acerca y te dice: «Pero, hijo mío, si Yo mismo me he entregado a ti, y soy tuyo… ¿Qué más quieres?». La mano de Dios enjuga tus lágrimas, abres los ojos, contemplas a tu Creador, y la Escritura se pone en pie, bendiciendo tus labios con una respuesta: «¿No te tengo a ti en el Cielo? Y, contigo, ¿qué me importa la tierra?» (Sal 72, 25). «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa (…) Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 15, 5-6)… Y miras a Simón, y a Andrés, y a Santiago, y a Juan, que «inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron»… Y contemplas a María, la «Esclava del Señor», la nueva Ana que por ser Madre de Dios recibió la ración de escarnio y humillación… Y, de repente, le das gracias a Dios por ser quien eres. ¡Tienes tanta suerte!