Las Lecturas de hoy nos permiten pensar en las notas características de la Iglesia, que son cuatro: una, santa, católica y apostólica. Precisamente hace unos meses la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó algunas respuestas a preguntas sobre la Doctrina de la Iglesia. En dichas respuestas se decía, por ejemplo, que la Iglesia de Jesucristo subsiste en la Iglesia católica, señalándose así la identidad entre ambas. Ello no significa que en otras comunidades cristianas no existan elementos de verdad o santificación, sino que incide en la unidad de la Iglesia como realidad espiritual y visible.

La Iglesia es una porque así la fundó Jesucristo, y porque se identifica con su cuerpo, que no puede ser muchos. Sin embargo esa unidad ha estado en peligro desde el principio. A ello se refiere el Apóstol al recriminar a los de Corinto que haya facciones entre ellos. Cristo, dice Pablo, no está dividido y tampoco pueden estarlo los cristianos. Jesucristo es el garante de la unidad porque es Él quien nos redime y nos convoca.

La capitalidad de Jesucristo hace que la Iglesia sea santa. A veces se dice de la Iglesia que es santa y pecadora. Pero radicalmente es santa, pues si no fuera así no podría santificar. Es decir, cuando se bautizara a alguien no sabríamos si lo redime o lo mancha con sus faltas. La Iglesia es santa, aunque formen parte de ella personas pecadoras. Benedicto XVI utilizó la imagen de la luna, que vista de cerca es rugosa, llena de cráteres pero que ilumina gracias a una luz que recibe de fuera, del sol. Como Jesucristo no se separa de su Iglesia esta no deja de ser santa.

Además la Iglesia es católica, es decir, universal. Desde el inicio del evangelio se ve ese designio de Dios de alcanzar a todos los pueblos. En el Evangelio de hoy también vemos como el Señor se dirige a predicar fuera de Israel, al territorio de Zabulón y Neptalí. A ello se refiere también la primera lectura. Consciente de su vocación universal, de que ha de llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, la Iglesia es por su propia naturaleza misionera.

Finalmente la Iglesia es apostólica. Ello significa que Jesús eligió a unas personas a las que constituyó como columnas y comunicó el Espíritu Santo para que continuaran su misión en el mundo. La apostolicidad se ha mantenido gracias a la imposición de las manos en la consagración de los obispos. A ello se refería ya san Ireneo en el siglo II y es necesaria para que exista la Iglesia. Las comunidades protestantes, al haber perdido la sucesión apostólica, no son denominadas iglesias ni pueden celebrar los sacramentos, a excepción del bautismo. No sucede así con los ortodoxos, que han permanecido fieles a esa tradición. También hoy escuchamos como Jesús llama a sus primeros apóstoles y los une íntimamente a su misión al hacerlos “pescadores de hombres”. La apostolicidad, por tanto, no se refiere sólo a un modo de organizar la Iglesia, sino que comporta un participar de la misión de Jesús, para lo cuál Él comunica su poder a quienes han de representarlo y continuar su misión.

Pensar en las notas características de la Iglesia nos ayuda a amar esta gran institución que Jesús nos ha dado para nuestra salvación y a través de la cual podemos encontrarnos con Él.