El evangelio de hoy nos habla de la resistencia a la gracia. Intentando imaginar a aquellos que, viendo los milagros de Jesús, lo acusan de complicidad con Satanás, uno no deja de sorprenderse. Podemos suponer su cara de circunstancias, que deja entrever una tremenda dureza de corazón. Porque supone una resistencia tremenda ante lo que están viendo. De ahí el duro juicio que Jesús lanza contra ellos: quien se resista al Espíritu Santo no será perdonado.

Este pecado, por decirlo de alguna manera, supone el estado de rebelión. Ese estado en el que se puso el demonio con su “no quiero servir”. Es una tozudez que incapacita para la gracia. Jesús indica la profunda culpabilidad de esa acción por la que nos cerramos totalmente a la misericordia. Supongo que quienes nos encontramos en estas páginas no vivimos esa situación extrema pero sí que pueden haber en nosotros pequeñas resistencias a la acción de Dios que nos impidan gozar con mayor plenitud de su gracia.

Pienso que hay un mal que se extiende entre los cristianos que es la murmuración ante el bien que Dios realiza en su Iglesia y que se manifiesta en otros. Cuando Jesús habla con Nicodemo le dice que el Espíritu sopla dónde y cuándo quiere. Precisamente no se sujeta al hombre. Puede suceder que alguien esté muy entregado, que rece, se mortifique, trabaje sin descanso y, a pesar de ello, no vea frutos. Por el contrario, de improviso, no dejan de surgir acciones de la Iglesia de una tremenda fecundidad. ¿Qué fácil es juzgarlas? Sólo quien es conducido por el Espíritu Santo es capaz de reconocer y gozar su incesante acción en el mundo.

Al pensar en las palabras de Jesús: “una familia dividida no puede subsistir”, que el aplica a la división entre los demonios, se me ocurre que también las podemos aplicar a nosotros. No reconocer el bien que Dios realiza de mil maneras en el mundo, simplemente porque no se produce por los cauces que a nosotros nos gustaría, nos coloca en una situación de división. Porque el Espíritu es uno aun cuando sus dones sean múltiples y distintos.

El Evangelio de hoy nos invita a la humildad y a la conversión. Hemos de pedir al Señor que nos conceda alegrarnos con todo el bien que se realiza en la Iglesia. Porque reconocer los dones de Dios es un camino para conocer verdaderamente a Dios. El espíritu de sospecha puede encubrir la insatisfacción que sentimos nosotros mismos. ¡Qué bello ponerse totalmente en manos del Señor! La disponibilidad absoluta también conlleva que, a veces, nos sintamos en el banquillo, esperando ese momento en que se nos pedirá que saltemos al campo. Mientras no podemos dejar de entrenarnos en la oración, el ejercicio de la misericordia…, y alegrarnos por los logros de nuestro equipo. Porque la Iglesia es una y cualquier triunfo de ella es una gloria para todos nosotros.