Éx 17, 3-7; Sal 94; Rom 5, 1-2. 5-8; Jn 4, 5-42

Jesucristo es el gran Poeta de Dios. Emplea los símbolos que el Creador ha escondido en la Naturaleza con tal finura, que un observador sensible no podría sino exclamar, contemplándole: «¡Es el Señor!». Dos realidades tan cotidianas como el agua y la sed se convirtieron, merced a un exquisito diálogo, en la catequesis que sacó a la luz un drama oculto: el del hombre frente a Dios.
El diálogo comienza en la superficie, donde todo está a la vista: el agua que requiere de un cubo para ser lograda, un hombre con sed que no puede beberla, y una mujer satisfecha, que trae un cubo y se acerca al pozo movida por la rutina más que por la urgencia. Un pobre mendigo y una mujer opulenta: «Dame de beber»… Mira al Crucifijo y escucha a Jesús pobre, desnudo, y malherido frente a ti, que tienes de todo: «Tengo sed» (Jn 19, 28).

«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú». Jesús invita a la mujer a descender a un terreno nuevo para ella: existe un agua que ella no conoce («el don de Dios»), y se encuentra ante una persona igualmente desconocida («el que te pide de beber»). Hay, también, una sed en su alma («le pedirías tú») con la que nunca se ha enfrentado. La invitación supone un «incómodo» cambio de papeles: ella pasará a ser la necesitada, y el mendigo pasará a ser el benefactor: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed»… Tres caminos se han abierto ante la samaritana: puede coger su agua, darse la vuelta, y olvidar el percance para que su vida siga igual; puede darle al mendigo una limosna de agua y marcharse con la «conciencia tranquila»; o puede aceptar la invitación y caer de rodillas como una miserable que mendiga un Agua Nueva.
Escuchémoslo: «¿Acaso no ves que nunca estás satisfecho? Todas tu riquezas no bastan para llenar tu corazón. Cuando logras lo que deseas, pronto te cansas de ello y quieres más… Tienes sed, y no puedes saciarla. Yo, sin embargo, tengo la única agua que puede llenar tu alma para siempre»… Ahí tienes los tres caminos: o te olvidas de Jesús y te hartas de agua; o le das a Jesús Crucificado una «limosna» -ya sabes: ir a misa de vez en cuando, rezar un poco y portarte bien…-; o caes por tierra ante el Crucifijo y suplicas llorando el Perdón y la Gracia.

«Señor, dame esa agua»… La mujer acepta el reto, y cae de rodillas la que se creía rica, mendigando ante el Pobre el Agua Viva. Aún tendrá que descender otro peldaño: «No tienes marido». Jesús la invita a reconocer su pecado y a confesarse indigna… Ella acepta. «La mujer entonces dejó su cántaro»… Está loca de alegría, y no puede sino correr para gritarlo. Ha olvidado cántaro y agua, porque tiene el corazón ebrio de Espíritu. Un alma se ha salvado. La escena se repite cuantas veces un hombre «satisfecho» se postra ante el sacerdote -¡Cristo pobre!- suplicando el Perdón… Le pediré a María la verdadera humildad: que me reconozca pequeño, para alcanzar lo único grande.