Os 6, 1b-6; Sal 50; Lc 18, 9-14

De rodillas, y en tiempo de Cuaresma, sólo una oración puede hacerse, y esa oración es la que repetía, una y otra vez, el publicano de la parábola: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Ésta ha sido, sin ninguna duda, la súplica del Santo Padre a lo largo de sus ejercicios. La eleva hasta el cielo por él, reconociéndose ante Dios como pecador, y la eleva en favor de toda la Iglesia, tomando sobre sus hombros nuestros pecados como Cristo los tomó. Al igual que Jacob, y unido a Jesús Crucificado, el Santo Padre ha estado luchando contra Dios en favor nuestro… Y, también al igual que Jacob, también como Jesús, ha salido herido del combate, pero ha obtenido la bendición.

Si el Santo Padre ha orado de rodillas hasta caer herido, si ha desfallecido elevando al cielo la oración del pecador arrepentido… ¿Quién de nosotros osará rezar de pie?

¿Quién de nosotros se levantará ante Dios, en este tiempo, reclamando el justo pago por sus virtudes? La Iglesia entera, en estos días, debería ser toda ella un enorme golpe de pecho; los confesonarios deberían llenarse de publicanos contritos.

Quien, como el fariseo de la parábola, ora puesto en pie y resalta ante Dios sus virtudes, después de orar se marcha y mira desde arriba a los pecadores: «Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora». Pero quien ora de rodillas, quien sabe impetrar humildemente el perdón haciendo penitencia, obtiene la justificación y se convierte a la misericordia. ¡Qué sencillo es, entonces, amar a quienes son pecadores como nosotros! Ante los pecados ajenos, fácilmente acude al alma el pensamiento de los propios y no es difícil repetir en el corazón: «¡Si yo soy peor! Entre pecadores, ya se sabe, es mejor que nos perdonemos y nos tratemos bien, porque, al fin y al cabo, compartimos la misma suerte y estamos necesitados los unos de los otros. Ya que nos ha hecho hermanos el pecado, vivamos como hermanos y quizá acabemos hermanados por la misma gracia, hechos todos hijos de Dios».

¡Madre Santa, guárdanos al Papa! Ablanda nuestras rodillas, tan rígidas, para que sepan caer al suelo y pedir perdón hasta que de allí nos levanten, en una mañana de Luz, los brazos gloriosos de Jesús resucitado.