Ez 47, 1-9. 12; Sal 45; Jn 5, 1. 3-16

«¡Agua hasta los tobillos! (…) ¡agua hasta las rodillas! (…) ¡agua hasta la cintura! (…) Era un torrente que no podía cruzar»… Y, poco después, en el salmo: «El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios»… Y, finalmente, en el evangelio: «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua». Y hace dos días, el ciego a quien envió el Señor a lavarse en la piscina. Y el sirio a quien Eliseo invitó a bañarse en el Jordán; y, la samaritana que buscaba agua… ¿Cómo tiene que gritarnos el Señor que necesitamos un baño?

El agua es el Espíritu de Cristo. Del mismo modo que, en la profecía de Ezequiel, manaba del lado derecho del templo un río que alumbraba la vida, así del Costado derecho de Cristo, traspasado por nuestros pecados en la Cruz, veremos manar, en forma de agua mezclada con sangre, la acequia de Espíritu Santo que nos limpie y purifique. En ella fuimos bañados cuando recibimos el Bautismo, y junto a ella vivimos cuando nos mantenemos en gracia de Dios.

Y, sin embargo, no basta «vivir en gracia». Si así fuera, la Cuaresma obligaría, tan sólo, a quienes viven en pecado mortal. Pero estos cuarenta días de penitencia constituyen una invitación para todos nosotros, porque no basta «vivir en gracia»: es necesario y urgente «vivir de la gracia», y sólo de la gracia.

No es un trabalenguas. Trataré de explicarme: vivimos, muchas veces, sumergidos en la acequia del Espíritu y vestidos con traje de buzo, para que esa agua divina no nos moje. Estamos, sí, «en gracia de Dios»… Matemáticamente, al menos, porque no tenemos conciencia de haber cometido pecado mortal. Pero la gracia de Dios, que nos rodea, apenas toca nuestros corazones, ocupados como están en «sus asuntos».

¡Seguimos siendo «tan nuestros» y tan poco «de Dios»! Vivir «de la gracia», sin embargo, significa zambullirse por completo en la Vida de Cristo: abrir el evangelio y, en lugar de contemplarlo desde una prudente distancia, sumergirse en él, meter la cabeza en el Corazón de Jesús y escuchar cada uno de sus latidos, introducirse en sus ojos y llorar sus lágrimas, acercar el oído a sus labios y beber cada una de sus palabras…

Significa acudir a la Eucaristía, no para cumplir, sino para bañarse en Jesús Hostia; recibir el sacramento del Perdón, no como quien añade el eficaz sumando de la absolución al desagradable restando del pecado para igualar en gracia, sino como quien es rociado, de pies a cabeza, con la Sangre Redentora de Cristo… ¡Entonces sí! Cuando el alma que vive «en gracia» se zambulle así en Jesús, de ese baño brota «otro Cristo» que vive «de la gracia».