Jer 11, 18-20; Sal 7; Jn 7, 40-53

Hace apenas una hora, una mujer lloraba como lloran los soldados en combate, conteniendo las lágrimas y no dejándolas cruzar, aunque a duras penas, la frontera de los párpados. Tras años de oración, sacrificio, consejos y advertencias, sus hijos y su marido se le escapan de las manos. No quieren vivir como discípulos de Cristo. A ella le duelen sus almas, y le duele el cansancio. Su vida parece un estrepitoso fracaso: lo único que deseaba era acercar a los suyos a Dios, y los suyos están, cada vez, más lejos del Señor… La comprendo bien. A mí me sucede lo mismo. Se me escapan las almas, una tras otra, y cada una de ellas me duele como si me amputaran el corazón. Son muchos quienes me han escuchado las mismas palabras, a solas, cada quince días durante seis años: «reza, reza, reza»… Y, después de seis años, aún no rezan. Otros muchos han dejado de venir. Y, a otros -seré franco- estoy cansado de escucharles palabras bonitas y propósitos hermosos que jamás cumplen. «Fernando» -pienso muchas veces- «Todo el mundo te repite que dices cosas muy hermosas… Pero, a la hora de la verdad, nadie te hace caso». Dentro de tres meses me habré marchado para ocupar otro destino, y me iré con la tristeza de no haber sido escuchado. En España vivimos la época de «Operación Triunfo»… Pero lo nuestro parece, más bien, «operación fracaso».

Hoy mis ojos se han clavado en Nicodemo. Él no era un malvado, como Caifás. Era un tibio y un cobarde. Acudió a visitar a Jesús una noche, y quedó impresionado por sus palabras. Creía en Él y sabía que en Él estaba la Verdad… Pero creía con esa fe de cartón que tanto le duele al Señor: al fin y al cabo, el que quien no conoce a Dios peque se puede esperar… ¡Pero que quien lo ha conocido reniegue de Él para salvar su capricho! Así era Nicodemo: unas palabras de jurista bienintencionado fueron todo lo que dijo para defender al Señor en quien creía. Y, cuando se le echaron encima los miembros de Sanedrín, enmudeció. Jesús murió sin haber encendido la fe de aquel hombre. Murió con la infidelidad de sus apóstoles clavada en la retina como un dardo.

Murió entre burlas y risas, sin haber sido escuchado. «Operación fracaso».

Fue después de muerto, cuando los ojos de Jesús se habían cerrado y nada veían.

Entonces aquel mismo Nicodemo, avergonzado de su cobardía, ante todos los judíos osó abrazar el cuerpo muerto de un Crucificado y embalsamarlo piadosamente, granjeándose el descrédito y la mala fama entre los suyos. Y fue también después de que Jesús muriera cuando los apóstoles volvieron, recibieron el Espíritu Santo, y entregaron su vida como soldados abrasados en Amor… Pero todo aquello lo vio Jesús desde la eternidad. En la tierra era necesario su fracaso, el fracaso de la mujer que hablaba conmigo esta mañana, y el mío. Por eso, hoy sábado, le pediré a María que alimente nuestra esperanza. Si hoy abrazamos el fracaso de su Hijo, mañana -¡sin ninguna duda!- compartiremos también su gozo en esas mismas almas que hoy nos duelen.