Ante el pecado de los demás, de forma espontánea, nos surge el unirnos a él para el mal, quedarnos en la indiferencia o, como sucede en el evangelio que hoy contemplamos, destruir a la persona porque no somos capaces de evitar el mal de otra manera. Como no podemos quitar el pecado atacamos a la persona.

Tuvo que venir Jesús al mundo para que fuera posible desligar al hombre de sus malas acciones. Ciertamente Jesús no tolera ningún mal. La santidad de Dios es abstolutamente incompatible con el más pequeño de los pecados. Pero Dios no destruye la persona: la redime.

De forma impresionante se nos muestra ese actuar misericordioso de Dios en el Evangelio de hoy. Han conducido a una mujer, sorprendida en adulterio, y quieren lapidarla. La llevan ante el Señor, porque no se les ocurre que Él pueda perdonarla. Ignoran la potencia de Dios y la fuerza de su amor. Jesús se agacha y deja como protagonistas a los hombres. Está la mujer, junto a Él, y una multitud de personas enfadadas a su alrededor. Ellos creen que están justamente enojados, pero su ira encubre su propia maldad. No es la ira propia de quien desea la justicia, sino la de quienes se irritan ante las injusticias ajenas porque no soportan las propias. Lapidando a la mujer quieren exorcistar su propio mal. Sancionando un pecado se hacen a la idea de que han limpiado algo el pueblo y la santidad será mayor. ¡Cuánto se equivocan!

Jesús se agacha. ¿Qué puede hacer el hombre ante el mal y el pecado? Tirar piedras y lapidar a otro lejos de aumentar la inocencia incrementa los crímenes. El Señor dice unas palabras precisas: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Conn esa sentencia muestra la incapacidad del hombre para librarse por sí solo de su propio mal. Al contrario, la justicia humana (aparentemente justa), sólo aumenta la cuenta del delito. Aquellos hombres ven algo de la luz, porque se retiran, pero no ven toda la luz. Esta queda reservada para la mujer y su coloquio con Jesús.

Porque Jesús libera a la mujer de su pecado y le dice que no vuelva a hacerlo. Se lo dice con la autoridad de quien la ha liberado de su culpa y le ha concedido los medios para caminar en la santidad. Los otros se fueron sin conocer ese don. Se dieron cuenta de que no podían condenar porque ellos también eran hijos de la ira. Pero, al no haberse acercado al Señor; al querer formar parte de una supuesta comunidad de puros, no conocieron la dulzura del perdón. Su propia dureza los alejó de la misericordia. Porque un pecado no puede sepultarse bajo las piedras. Ha de ser perdonado y eso sólo puede hacerlo Dios.

Cuando nosotros leemos este evangelio nos damos cuenta del poder destructor del pecado: en nosotros mismos y hacia los demás. Tiene una fuerza demoledora, pero ésta no es nada cuando se encuentra con Jesucristo. Él lo hace todo nuevo: “Vete y no peques más”. Aquella mujer no sólo se libro de ser lapidada, sino que nació de nuevo, porque su corazón había sido transformada. Se liberó de las consecuencias de su falta, pero mucho mejor fue que se fue sin su pecado.