St 4, 13-17; Sal 48; Mc 9, 38-40

Asumir las propia responsabilidad no es algo que esté de moda. Suelen ser las circunstancias, ajenas a nosotros, el ambiente que nos rodea, o el “prójimo”, a quien no conocemos, el culpable de nuestros males, y el que hace que nuestras acciones queden tan alejadas del bien necesario que Dios nos pide.

“Quien conoce el bien que debe hacer y no lo hace es culpable”. Las palabras del Apóstol Santiago nos ponen en el lugar que nos corresponde. Pues, aquellos que nos denominamos cristianos, hemos recibido las capacidades, necesarias y suficientes (el carácter bautismal, los dones y frutos del Espíritu Santo… la oración a la que acudimos diariamente, y los sacramentos que recibimos, en especial la Eucaristía y la confesión), para discernir nuestros actos, y la obligación o deber que conllevan que, más allá de un mero cumplimiento, están animados constantemente por el amor de Dios.

Sin embargo, más de uno responderá que estas cuestiones aludidas corresponden a un “dar por supuesto” lo que no es tan evidente. ¿Quién recuerda las promesas bautismales que prestaron la fe de nuestros padres? ¿Quién asume las gracias recibidas en la Confirmación? ¿Quién dedica unos minutos de su jornada a hablar a solas con Dios? ¿Quién reconoce en el Cuerpo y la Sangre de Cristo el alimento necesario para que su vida se fortalezca en Él?… ¿Quién se pone ante el sacerdote, que en nombre de Jesús perdona nuestros pecados?

Cuando todos estos interrogantes han supuesto algo que sólo se entendía como una mera obligación, han provocado la crisis en la cual nos encontramos hoy día. Dios nunca ha sido un “vigilante jurado” atento a cualquier error u ofensa para reprendernos sin más. Sólo desde su infinita misericordia es posible descubrir el bien necesario que recibimos de Él, y que sí nos hace culpables cuando, sabiendo que todo procede de su amor, permanecemos impasibles a esa correspondencia que nos pide.
“Los sabios mueren, lo mismo que perecen los ignorantes y necios, y legan sus riquezas a extraños”. La sabiduría de Dios va en la línea de lo que permanece para siempre y nunca muere. Cuando rompemos esa sintonía, creemos encontrar sucedáneos en esta “cultura de la muerte” que nos oprime (sociedad del “bienestar” lo llaman otros), y aquello que correspondía a nuestra naturaleza, vivir nuestra identidad con esa semejanza con Dios, queda relegada u olvidada en una pérdida del sentido de nuestra existencia.

Nunca olvidemos la palabras del Señor en el Evangelio de hoy: “El que no está contra nosotros está a favor nuestro”… Es como si Dios nos dijera: “Lo siento, en el amor no existe término intermedio… o me amas, o me rechazas”. Acudamos a la Virgen María para que recuperemos esa vida interior en donde sólo el Espíritu Santo dará respuesta a lo que nos inquieta, nos preocupa o nos derrota… Él ha vencido al mundo.